Un hombre de cierta edad a quien su esposa ha abandonado, me pregunta:
-Después de haber estado con ella tanto tiempo, ¿qué me queda?
Y luego exclama:
-¡Nada! ¡Estoy con las manos vacías!
En efecto, según todas las apariencias, este hombre está solo. ¿No lo ha perdido todo? A estas alturas de su vida se halla como cuando empezó a vivir: en el punto cero, aunque con la diferencia de que los años han pasado y ya no es un muchacho.
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Un observador objetivo, viéndolo de lejos, tal vez podría exclamar: “Este hombre, a juzgar por la expresión de su rostro, es un fracasado”. Pero, ¿es realmente así? ¿No hubo nada que este hombre hubiese ganado, pese a todo, durante todos estos años –casi veinte, tal vez un poco más- de su vida en común? O, formulada la pregunta con otras palabras: una vez que el ser amado se ha ido lejos de nosotros y nos ha abandonado, ¿ya no hay nada por qué vivir? Esto era lo que mi interlocutor, visiblemente desesperado, quería saber. Alzando la voz, repitió una vez más la pregunta:
-¿Qué es lo que queda después de haber amado?
-Siempre queda el amor –respondí.
Y para apoyar mi afirmación –que de momento le debió parecer a mi interlocutor fuera de lugar o incluso un tanto cínica- le cité, aunque no literalmente, pues casi nunca me aprendo de memoria los textos que leo, lo que escribió una vez la doctora Elisabeth Kübler-Ross (1926-2004) en el último libro que alcanzó a escribir poco antes de pasar de este mundo a los brazos del Padre:
Lecciones de vida, acaso una de las obras más bellas que se hayan escrito en los últimos años.
¿Qué dice allí la doctora Kübler-Ross? Algo muy sencillo y también muy verdadero: que nuestra capacidad de amar, que nuestras reservas de amor no se agotan, ni pueden agotarse –pues son ilimitadas- en nuestra relación con una única persona, y que quien crea poder recibir todo el amor que necesita de las manos de este único ser, está ya, en razón de su misma creencia, a un paso de la desesperación y, Dios no lo quiera, también del suicidio o la locura:
“Esperamos mucho de las relaciones románticas –escribió en su libro-: sanación, felicidad, amor, seguridad, amistad, satisfacción y compañerismo. También esperamos que esas relaciones solucionen nuestra vida, nos libren de la depresión y nos aporten una alegría inmensa.
Somos especialmente exigentes con esas relaciones y esperamos que nos hagan felices por completo. Muchos de nosotros incluso creemos que cuando encontremos a esa persona especial toda nuestra vida mejorará. En general, no pensamos así abierta o conscientemente, pero si examinamos nuestro sistema de creencias, encontraremos que esa idea está ahí.
¿Quién no ha pensado alguna vez que si tuviera pareja todo sería perfecto? Las relaciones románticas son maravillosas y también deseables a pesar de sus dificultades. Nos recuerdan nuestra perfección única en este mundo y que no estamos, en modo alguno, separados de los demás. Los problemas surgen cuando creemos, de forma equivocada, que esas relaciones van a ser la solución de nuestra vida. Las relaciones no pueden ser ni son una solución.
Sin embargo, no es extraño que muchos de nosotros pensemos de este modo. Después de todo, crecimos con los cuentos de hadas, y muchas personas nos animaron a creer que, cuando encontráramos al príncipe azul o a la chica cuyo pie encajara en el zapatito de cristal, nos sentiríamos completos y realizados. Crecimos convencidos de que todas las ranas escondían un príncipe encantado. De un modo sutil, nos enseñaron que hasta que encontráramos a esa persona especial seríamos sólo una mitad de la naranja, una pieza de un rompecabezas que busca ser completado”.
Si queremos ser amados por un ser, y únicamente por este ser, cuando nos damos cuenta de que éste no puede –o no quiere- amarnos en la medida en que nosotros querríamos, se nos parte el corazón. ¿Y qué vamos a hacer entonces? ¿Vivir la vida con el corazón partido? ¿Pasarnos la vida agitando por las calles nuestro bote de estaño hasta que esta persona se apiade de nosotros y nos dé la limosna de su afecto? ¡De ninguna manera! Cuando todo parece perdido, quizá la vida verdadera aún esté por comenzar.
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Una mujer “fracasada” en estas cuestiones del cariño así se pasó la mitad de su vida: buscando a quien pudiera ofrecerle un poco de su amor. He aquí su historia tal y como se la contó por carta a la doctora Kübler-Ross: “Había asistido a tantas fiestas como había podido en busca de amor. Quería encontrar a alguien que me quisiera, que me diera todo el amor que yo no me daba a mí misma. Así que acudí a una fiesta, recorrí el lugar con la vista en busca del hombre perfecto y, como no estaba allí, me fui corriendo a otra. Después de ir de fiesta en fiesta, regresé a mi casa sintiéndome más desesperada y más sola que al principio. Pues bien, de pronto decidí que tenía que haber otra manera de hacer las cosas. Resolví dar amor, y tomé la decisión de dejar de buscar. Saldría, pero aunque no encontrara al hombre perfecto, seguro que conocería a otras personas, personas maravillosas con las que podría charlar. Simplemente, hablaría con ellos y me divertiría. Iría con la intención de que me gustaran y quererlas por quienes eran”.
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Esta mujer, Caroline, había descubierto, tras muchos intentos fallidos, el secreto de la vida: que no hay que buscar ser amados a como dé lugar; que hay en el mundo muchas personas a las que querer, y que dejar de verlas por concentrarse en seguir los pasos de una sola, era una tremenda injusticia. Cuando a una persona le es devuelto el corazón que había entregado, hay todavía muchas cosas que hacer con ese corazón herido, pero aún vivo. ¡Sí, a pesar de todo siempre queda el amor! El amor –dijo San Pablo- no pasa nunca.
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