En una ocasión, Pedro y Juan subían al Templo para la oración de la tarde. Al llegar, encontraron a un paralítico de nacimiento, que pedía limosna. Cuando vio a Pedro y a Juan entrar, les tendió lastimosamente la mano. Entonces Pedro, fijando la mirada en él, lo mismo que Juan, le dijo: “Míranos”. El hombre los miró fijamente esperando que le dieran algo. Pedro le dijo: “No tengo plata ni oro, pero lo que tengo, te lo doy: en el nombre de Jesucristo, levántate y camina”. Y tomándolo de la mano, lo levantó.
De inmediato, se le fortalecieron los pies y los tobillos. Dando un salto, se puso de pie y comenzó a caminar; y entró con ellos al Templo, caminando, saltando y glorificando a Dios. Toda la gente lo vio. Reconocieron que era el mendigo, y quedaron asombrados y llenos de admiración… (Cfr. Hch 3, 1-10).
Si esa tarde, el apóstol Pedro hubiera traído dinero, ese hombre postrado se hubiera quedado paralítico para siempre. En cambio, lleno de compasión, le dio lo que tenía, no una moneda con la imagen grabada del César, sino una obra de misericordia con la imagen de Cristo impresa en el corazón. Y aquel pobre hombre, ahora sano, se convirtió en el más rico de la tierra.
Y ese tesoro, enriqueció no solo al que ahora podía saltar y correr, sino que impactó a aquella multitud, que fue testigo de las maravillas del amor y de la caridad, que los humildes siervos del Señor, pueden hacer en su nombre.
Mons. Alfonso Miranda
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