El 31 de julio de 1943 –día de San Ignacio de Loyola-, un joven francés llamado Jacques Maillet (1913-2009) escribió una larga carta a su novia Madeleine, en la que le decía, entre otras muchas otras cosas, lo siguiente:

“¡Calor! ¡Agotamiento! ¡Sudor! ¡Sed! Si hace este tiempo allá donde te encuentras, comprobarás que es imposible todo ejercicio físico. He abandonado –terrible audacia- la corbata tradicional y protocolaria, y me paseo por las calles de París con la chaqueta al brazo. Para venir hoy a París me ha hecho falta un valor por encima de todo elogio. Pero, ¿y qué? Quería terminar el libro de Delbos y lo he terminado (leyendo el final un poco entre líneas). Ya me pondré a estudiarlo tranquilamente. Espero hacer interesantes descubrimientos; más allá de la forma agria de las demostraciones (“Hablaré de los afectos humanos como si se tratase de líneas, superficies y sólidos”), tiene maravillosas intuiciones que pueden aprovecharse”…

Antes de proseguir con la lectura de la carta, tal vez valga la pena preguntarse quién era ese tal señor Delbos. ¿El autor de un libro de filosofía que Jacques Maillet se encontrase leyendo por aquellos días? Todo parece indicar que sí, y que se trataba, además, de un autor más bien árido, seco y poco atractivo. Pero había que leerlo, y eso fue lo que hizo nuestro joven autor, aunque fuese a regañadientes. ¿Y cuáles eran esas maravillosas intuiciones de las que habla en su carta? Ahora lo sabremos:

“Una de las últimas intuiciones que recojo de Delbos y que puede ser aislada del contexto, es ésta: ‘Cuanto más llenos estamos de alegría, mayor es la perfección a la que pasamos; es decir, necesariamente participamos más de la naturaleza divina’. ¡Y pensar que una frase así viene después de definiciones, axiomas, postulados, proporciones y corolarios!”.

La frase, como puede verse, ha emocionado a Jacques Maillet; me ha emocionado a mí también, y de tal manera, que la he subrayado al instante con mi lápiz rojo; bueno, a tal punto me maravilló, que hasta me he puesto a escribir este artículo con el único fin de comentarla.

Somos perfectos en la medida en que nos alegramos; somos imperfectos en proporción directa a nuestra tristeza. La frase, en efecto, ha sido sacada de su contexto y, no obstante eso, podemos conjeturar fácilmente lo que quiso decir con ella el señor Delbos, a saber: que Dios es alegre y que el hombre sólo se parece a Él en la medida en que se alegra y hace todo lo posible por sacudirse de encima la sucia melancolía. ¿Es, la alegría, pues, la virtud que más nos asemeja a Dios, más incluso que la belleza y la bondad? Sí, así es, ya que ¿de qué nos serviría ser bellos o bellas si estuviéramos siempre tristes? ¿O de que nos aprovecharía ser buenos si nuestra bondad fuese lánguida y rijosa?

El hombre alegre es lo más perfecto que hay en este mundo, pues a los tres atributos del ser de los que ya hablaban los filósofos escolásticos –unidad, verdad y belleza- han añadido un cuarto: el atributo de la alegría. Ser alegre es ser más.

Y mientras escribo estas líneas me viene a la memoria un pasaje de la Ética de Baruch Spinoza (1632-1677), el filósofo judío, que había leído en mi juventud y que ya tenía olvidado. ¿Se había inspirado en él el señor Delbos? Corro a mi biblioteca, desempolvo un viejo ejemplar maltratado por el sol y por los años y me sorprendo al descubrir que se trata del mismo pensamiento, de la misma idea:

La alegría –dice el filósofo de Ámsterdam en uno de los pasajes más interesantes de su obra- es el paso a una mayor perfección. “Y digo paso, pues la alegría no es la perfec­ción misma. En efecto: si el hombre naciese ya con la perfección a la que pasa, la poseería entonces sin ser afectado por la alegría, lo que es más claro aún en el caso de la tristeza, afecto contrario de aquélla. Pues nadie puede negar que la tristeza consiste en el paso a una menor perfección, y no en esa menor perfección misma, supuesto que el hombre, en la medida en que participa de alguna perfección, no puede entristecerse. Y tampoco podemos decir que la tristeza con­sista en la privación de una perfección mayor, ya que la privación no es nada; ahora bien, el afecto de la tristeza es un acto, y no puede ser otra cosa, por tanto, que el acto de pasar a una perfección menor, esto es, el acto por el que resulta disminuida o reprimida la potencia de obrar del hombre. Por lo demás, omito las definiciones del regocijo, el agrado, la melancolía y el dolor, porque se refieren más que nada al cuerpo, y no son sino clases de alegría o de tristeza”.

Ya sé que se trata de un texto difícil, pero podríamos resumirlo así: “La tristeza es un mal, porque es el signo cierto de nuestro pasaje a una menor perfección; la alegría es un bien, porque es el signo cierto de nuestro pasaje a una mayor perfección”. Y concluye el filósofo: “¿Por qué mostramos tanta diligencia para apaciguar el hambre y la sed, y tan poca para arrojar de nosotros la melancolía?”.

“Sean perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial” (Mateo 5, 43): así habló un día Jesús a sus discípulos. Y, sin embargo, este mandamiento, visto desde la perspectiva que acabamos de enunciar, bien podríamos traducirse de este otro modo: “Sean alegres, como es alegre vuestro Padre celestial”. ¿No es maravilloso? ¿No es novedoso? ¿No es genial?

Sigue diciendo Maillet en su carta a Madeleine:

“Voy a entrar a segar las lechugas, pepinos y zanahorias. El huerto, que hace dos días había recibido una verdadera tromba de agua, se vuelve otra vez de una sequía desoladora”, etcétera. Pero como esto ya nos importa menos; como, la verdad sea dicha, no nos importa nada, dejamos a nuestro muchacho en su huerto con la regadera en la mano y con mucho gusto le decimos adiós.

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P. Juan Jesús Priego

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