Abraham Flores
La señora estaba esperando cruzar la calle. Llevaba una bolsa de pan en las manos en la otra su bastón. Todos los autos pasaban saltando el tope, ninguno se detenía, todos parecían llevar prisa.
La señora era un fantasma, invisible, no estorbaba. Resignada a esperar a que no pasara un solo coche o a que algunos se detuvieran para darle el paso, y eso sí, con celeridad para ser agradecida ante tan inusual magnanimidad.
Pero ¿por qué se detuvo? ¿es acaso un signo de civilidad? Aún más, de ¿generoso reconocimiento de su presencia? ¿del derecho a cruzar la calle? ¿qué poder se tiene como conductor ante el potencial cruce de un peatón?
Andar los caminos a pie o en cualquier vehículo implica siempre un cruce de presencias, donde la calle, la banqueta, la vereda se comparten. Y es necesario reconocer esa presencia, como aquellos en Emaús, para ceder el paso, detenerme y permitir que el otro avance.
Cultivar la cortesía, la civilidad y la capacidad de encontrarse para que fluya la armonía en la ciudad, es un signo del Reino que está en nuestras manos brindar a los demás.
La próxima vez que tomemos el volante recordemos mirar los cruces, allí estará aquél hombre con su hija, los chamacos de la secundaria o tal vez, aquella señora con su bolsa de pan queriendo atravesar la calle. Un poco de tiempo para dejarlos pasar y así sembrar humanidad en nuestra ciudad.
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