Fotografías impresionantes daban cuenta del incendio en la iglesia de la Santa Veracruz, a un costado de la Alameda central. El incendio, que parecía haber sido controlado en la mañana por los bomberos, volvió a encenderse una o dos veces más. Desconozco tanto las causas inmediatas que provocaron el incendio, como las consecuencias que para los bienes muebles e inmuebles de esa parroquia habrá tenido. Escribo recordando mi paso por esa parroquia hace treinta años y más.
La iglesia se encuentra en ese lugar desde 1527, cuando el Ayuntamiento de la Ciudad concedió un terreno a la Cofradía de los Caballeros de la Vera Cruz (fundada por Hernán Cortés en 1523). Se trataba de una pequeña porción de tierra firme donde hubo lo que quizá fuera un adoratorio indígena con paredes rojas, cuyos restos aparecieron en las obras realizadas por la SEDUE en los años ochenta del siglo pasado, que son a los que se refieren mis recuerdos.
La Santa Vera Cruz ocupa un lugar especial en la historia eclesiástica de la Arquidiócesis de México, no sólo porque nace en los momentos fundacionales —cuando todavía no llegaba el elegido Zumárraga, ni se había aparecido la preciosa imagen de la Virgen de Guadalupe—, sino porque en 1567 fue erigida, junto con Santa Catarina, como segunda parroquia de la ciudad.
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El territorio que entonces competía jurisdiccionalmente a sus párrocos —que empezaron siendo dos—, era muy grande, aunque poco poblado, pues abarcaba hasta Azcapotzalco y, por el sur, hasta San Agustín de las Cuevas, Tlalpan. Esta situación duró un siglo, hasta la erección de la siguiente Parroquia que fue San Miguel, en la hoy avenida Pino Suárez.
El edificio que padeció el incendio no es el inicial del siglo XVI (del que se conservan pocas cosas en nuestra ciudad, principalmente por las características tan difíciles del subsuelo), sino el fruto de las sucesivas construcciones o reconstrucciones del edificio inicial, particularmente del siglo XVIII.
Es lógico que una historia de centenas de años tenga altibajos desde todos los punto de vista: material, artístico, anecdótico etc. Recuerdo ahora a vuelapluma algunos detalles:
En la Santa Veracruz se venera el Cristo llamado “De los Siete Velos”, porque estaba cubierto por velos de seda con representaciones de las efusiones de sangre de Nuestro Señor, y cuando se desvelaba, quedando manifiesto el crucifijo, podían obtenerse indulgencias asociadas —si no recuerdo mal—, a las del Cristo de San Marcelo en Roma, el mismo que presidió la oración del Santo Padre en la plaza de San Pedro con motivo de la pandemia actual.
En la Santa Vera Cruz hubo un culto importante al santo jesuita Francisco Javier, del que quedan como testimonio algunos cuadros de la escuela de Cabrera que se encuentran en una de las capillas.
También en la Santa Vera Cruz recibe veneración la primera imagen del Perpetuo Socorro que fue objeto de culto público y estuviera un poco de tiempo en la iglesia de San Diego en la cabecera de la Alameda.
En esta iglesia incendiada, también hacía estación la Virgen de los Remedios cuando se traía solemnemente a la Ciudad de México en su camino a la Catedral.
Finalmente, en un retablo que, según me contó el conocido historiador del arte Manuel González Galván, procede de la zona de Necaxa y adquirió despedazado en Tepito en los años sesentas el padre Ernesto Santillan Ortiz (primer sacerdote del Opus Dei de los que entre el año 1965 al 2000 atendimos la parroquia), se venera una reliquia de la Santa Cruz, regalada por el Arzobispo Darío Miranda.
Los periódicos han recordado también que ahí fueron sepultados los restos de D. Manuel Tolsá, que viviera donde ahora está el teatro Hidalgo, y los de Ignacio López Rayón.
Entre los muchos recuerdos que tengo de mi paso por ahí, destaca la escuela de catequesis en la que un promedio de 230 niños se formaban los sábados a lo largo de seis años, para mejorar su vida humana y cristiana; un grato recuerdo son los cursos de verano donde íba con ellos a conocer la Catedral o el Palacio de Minería.
Recuerdo, sobre todo, la colaboración de tantas personas: la abnegación y el gusto con que Aurora Nava dirigida por la restauradora Esperanza Teicier bordó durante horas y horas el vestido y el manto para la imagen de la Virgen de los Dolores que acompañara al Cristo principal de la parroquia; recuerdo la generosidad de tanta gente de todos los niveles sociales y de instituciones como el Fideicomiso del Centro Histórico dirigido por Luis Ortíz Macedo, o la atingencia con que el arquitecto Ricardo Lozano seguía los trabajos de recimentación del edificio emprendidos por la Sedue e impulsados por mi buen amigo Francisco Covarrubias, la generosidad de un equipo de tramoyistas de Bellas Artes, organizados por M. Cueto, para colaborar en las pastorelas en la plaza, o la colaboración de las señoras e incluso, de mujeres que pedían limosna en la iglesia de enfrente a las devotas de San Antonio el Cabezón.
Y, por supuesto, las reuniones de sacerdotes de las cuarenta iglesias del Decanato, o, principalísimamente, la intensidad de aquellas tardes en las que pasaba tanta gente: religiosas, sacerdotes, refugiados centroamericanos, o menesterosos de todo tipo, o bien personas interesadas en el riquísimo acervo documental que se resguardaba en la notaría parroquial.
El terreno inicial enorme de la Santa Vera Cruz se fue reduciendo gradualmente conforme crecía la población y las parroquias, hasta ser hoy una de las más pequeñas de la ciudad: unas cuantas manzanas al norte y sur de la Alameda.
No debiéramos conformarnos con la tristeza de ver las afectaciones de nuestro patrimonio. No perdamos de vista el significado que tiene para nuestra historia. En este caso, para la historia local de nuestra ciudad.
Como ya dije, desconozco las causas inmediatas de los incendios padecidos por la iglesia este domingo 30 de agosto. Sin embargo, desde hace años —más de un decenio—, afloraban en las azoteas de la iglesia, en sus paredes y en su interior, las huellas del descuido de las autoridades responsables del edificio —no me refiero solamente a las autoridades federales, al mantenimiento de los pilotes de control de la cimentación, etc.—, sino también a los inmediatos responsables del uso de esos bienes inmuebles.
Sé que es muy difícil y muy costoso el mantenimiento de los edificios y, especialmente, para los sacerdotes responsables de los templos en esas barriadas del Centro Histórico. Con poca población y muchas necesidades, es casi imposible hacer frente a la obligación de mantener adecuadamente esos inmuebles históricos y se precisa una mayor solidaridad y una mejor distribución de los recursos económicos entre las distintas parroquias y sacerdotes que conforman la Arquidiócesis. Sin embargo, sé también que el interés y empeño de los responsables puede mover la voluntad de muchas personas y entre todos podemos enfrentar mejor nuestro futuro, cimentado no en ruinas, sino construido sobre raíces muy valiosas.
Refiriéndose a la pandemia de Coronavirus, el Papa Francisco dijo que lo peor que nos podía pasar era no aprovecharla. Creo que lo mismo puede decirse de este triste incidente.
*El P. Armando Ruiz Castellanos es especialista en Arte Sacro y antiguo párroco de la iglesia de la Santa Veracruz.
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