Los trabajadores han luchado por siglos para conseguir que se les reconozcan sus derechos en cuanto a salarios, seguridad social, tiempo libre, jubilación y pensión; los obispos y los sacerdotes no somos propiamente trabajadores asalariados, pero, según la ley de la Iglesia, a los 75 años debemos renunciar a nuestros cargos y ponernos a disposición del Papa, en el caso de los obispos; y del obispo, en el caso de los presbíteros. A juicio de estas autoridades se puede prolongar el tiempo de servicio y la permanencia al frente de una diócesis o de una parroquia.
A los obispos y sacerdotes que se jubilan se les llama eméritos, y reciben la atención de la Iglesia, de modo que no les falte en su ancianidad la atención que necesitan para una vida digna.
¿Qué hace un pastor emérito? En el caso de los laicos, cuando se jubilan, tienen modo de gozar de más tiempo y convivencia con sus familiares, pero los sacerdotes no tenemos esposa ni hijos, por lo que existe el peligro de que la jubilación sea una sentencia a la soledad y al abandono.
Por eso, antes de la ley eclesial de la jubilación a los 75 años, los pastores se quedaban en sus cargos hasta morir, rodeados de la comunidad que había sido su familia. En el mejor de los casos esto parecía ser lo más digno, pero muchas veces, en la realidad, el pastor anciano venía a ser una carga para sus feligreses y un estancamiento en la vida pastoral.
Parece ser que la solución es la caridad fraterna de la autoridad que provea al sacerdote la oportunidad de seguir en contacto con su comunidad, al mismo tiempo que le dé la libertad de actuar ya sin compromisos, pero sintiéndose útil en la Iglesia a la que ha servido durante tantos años.
Los fieles laicos procuren dar agradecido acompañamiento a sus sacerdotes ancianos, sin olvidar que son la única familia que ellos tienen.
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