En la mentalidad indígena prehispánica no existía el cielo, el infierno ni el purgatorio, y tampoco existía el concepto de eternidad.
Los muertos comunes iban al Mictlán, donde reinaba el Señor de los Muertos, Mictlantecutli y su esposa Mictlancíhuatl. Allí permanecían los difuntos sin pena ni gloria.
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También creían en la existencia del Tlalocan, el reino de Tláloc, la deidad del agua, y allí iban quieres perecían ahogados, o a causa de un rayo o del granizo, y también de las enfermedades bubónicas, como la viruela. De acuerdo con los dibujos de un mural en Teotihuacán, era un bello jardín donde abundaban las flores, aves y mariposas y plantas como el maíz.
Otro tipo de muerte llevaban a las almas cerca del sol. Las Cihuateteos eran mujeres que morían en el parto y que eran divinizadas, y después del cuarto año de su fallecimiento, se transformaban en coloridas aves que acompañaban al sol hacia el poniente, desde el amanecer hasta el mediodía.
Un cuarto grupo eran los guerreros que morían en batallas y que también se convertían en aves y viajaban con el sol, desde que salía en el horizonte hasta el mediodía.
La evangelización les hizo ver a los indígenas las consecuencias de actuar bien o mal, porque de acuerdo a su actitud, y no conforme al tipo de muerte, irían al cielo o al infierno, y al purgatorio.
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El concepto de eternidad les hizo conocer un tipo de alma indestructible, muy lejano a sus primitivas creencias, que el investigador Alfredo López Austin resume en tres posibilidades post mortem: la reencarnación, la desaparición del ser y el reciclamiento de la fuerza totalmente limpia y despersonalizada. Fray Bernardino de Sahagún se inclinaba por la desaparición del ser al explicar el viaje que hacían los muertos hasta lo más profundo del Mictlán: “en este lugar del infierno que se llama Chicunamictla se acababan y fenecían los difuntos”, es decir, se desintegraban.
Los nuevos conceptos que trajeron los misioneros se fueron asimilando con la esperanza de ir al cielo donde el Padre amoroso consolaría las penas de la existencia y también, castigaría a los que hayan obrado mal, rechazando su misericordia.
El cristianismo cambió rotundamente la mentalidad indígena, en donde los dioses de piedra pedían sacrificios humanos sin que jamás saciaran su sed, por un Dios verdadero hecho hombre, Jesucristo, que lejos de exigir sangre, entregó en una cruz la suya por amor a la humanidad, abriendo las posibilidades de salvación eterna.
En cuanto al duelo que enfrentaba la gente por el fallecimiento de alguna persona, Motolinía escribió: “tenían días de sus difuntos , de llanto que por ellos hacían, en los cuales después de comer y embeodarse llamaban al demonio, y esos días eran de esta manera: que enterraban y lloraban al difunto, y después a los 20 días tornaban a llorar a el difunto y a ofrecer por él comida y flores encima de su sepultura; y cuando se cumplían 80 días hacían otro tanto, y de 80 en 80 días, lo mismo, y acabando el año en el día que murió le lloraban y hacían ofrenda, hasta el cuarto año, y de allí cesaban totalmente para nunca acordarse del muerto.”
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