La democracia, en sus diversas versiones, fue concebida como un sujeto. En realidad la democracia es un “adjetivo” del verdadero sujeto empírico y concreto que construye la historia: el pueblo. La democracia funciona en tanto cuanto el pueblo mantiene memoria de sí (conciencia identitaria), criticidad y creatividad participativa. Por eso, la crisis de las democracias latinoamericanas y mundiales no sólo es un problema formal, de funcionalidad, sino antes que ello es un desafío antropológico y cultural.
El populismo contemporáneo tiende a confundirse con los “populismos” de antaño. El nuevo populismo es el uso y abuso de la legitimidad democrática para el auto-cercioramiento del caudillo providencial en turno. “Autocercioramiento” es un término un tanto pedante para decir que el caudillo busca afirmarse en el poder a través de diversos recursos cómo: a) Una lectura a modo de la historia nacional que termina confluyendo en la mismísima persona del gobernante; b) La aceptación discrecional de las normas de la economía de mercado para favorecer la emergencia de una nueva oligarquía empresarial servil: es el “crony capitalism”, el “capitalismo de cuates”, que beneficia sólo a algunos; c) La construcción de soluciones desde el centro y hacia la periferia y de arriba hacia abajo. Servir al pueblo sin el pueblo, podríamos decir; d) La definición de enemigos ad-hoc que fungirán como chivo expiatorio en caso de necesidad; e) La manipulación del Estado laico que reducirá la experiencia religiosa a la vida privada cuando convenga, y – simultáneamente – utilizará símbolos y lenguajes religiosos y para-religiosos en orden a legitimar teológicamente el uso del poder.
Así es. El populismo más que una ideología es una forma de gobernar y puede darse tanto en la derecha como en la izquierda. Lo propio del populismo es la manipulación cínica del pueblo y de sus sentimientos más profundos. El punto dónde todo se quiebra es el momento en que se le pregunta al populista “¿quién es el pueblo?” y la respuesta que surge de inmediato denota que no es inclusiva de la pluralidad sino que excluye a algunos, el anti-pueblo, que eventualmente formarán parte del “chivo expiatorio” del que antes hablábamos.
La Doctrina social de la Iglesia (DSI) no sólo es un conjunto de principios sino también es una verdadera teoría crítica. Nos permite revisar los fundamentos de los modelos sociales y políticos reales y diagnosticar sus deficiencias. Por ello, aunque las menciones del “populismo” pueden ser escasas en el Magisterio, la comprensión de la persona, la sociedad y la democracia que ofrece la DSI nos permiten denunciar, por ejemplo, que el populismo no respeta la dignidad de las personas y de las familias ya que ignora frecuentemente el principio de subsidiaridad y la verdadera solidaridad corresponsable.
Una de las tareas más apremiantes que tenemos los cristianos es hacer de la experiencia de la fe una experiencia que incluya la construcción de ciudadanía activa, creativa, constante. Si el itinerario de la fe, sobre todo cuando hablamos de fieles laicos, no pasa por el aumento de compromiso social y cívico, fácilmente caemos en el engaño liberal: ser cristiano se transforma en una experiencia para la vida privada, los domingos y las fiestas de guardar. Eso no es lo que enseña Jesús. Eso no es lo que nos enseña el Papa.
Santa María de Guadalupe es modelo de evangelización perfectamente inculturada. Ella nos ofrece la luz y la ruta. Es necesario abrazar, como Ella, con simpatía todo lo humano, y reproponerlo como camino cristiano. Esto incluye mis responsabilidades como ciudadano, las dificultades que encuentro en la vida social y hasta el compromiso cultural y político. Ningún espacio o ambiente se encuentran al margen de la Redención que ofrece Jesucristo. Esto no implica confesionalizar estructuras e instituciones. Implica más bien transformarlas desde dentro con los criterios que brotan del evangelio para que operen con una lógica diversa a la del mercado o a la del Estado. Para ello, es preciso evitar todo tipo de rehabilitación de un cristianismo burgués e individualista aparentemente lleno de “valores” pero sin capacidad cultural para responder al dolor de las personas, en especial, de los más pobres y excluidos. Un cristianismo de centro comercial en el que la fe no es capaz de mover el corazón para que la persona se ensucie las manos con las heridas del hermano, es una farsa. Y la gente, especialmente los más jóvenes, están cansados de farsas.
Rezando y actuando, como San Benito. Rezando para que Dios nos conceda preparar el Quinto Centenario de las apariciones de la Virgen de Guadalupe con un corazón renovado capaz de ser crítico y participativo. Y actuando, para rebasar el mero discurso, las palabritas bonitas, y mostrar con hechos que México y América Latina pueden ser distintos, pueden ser “Continente de Esperanza”.
*Rodrigo Guerra es doctor por la Academia Internacional de Filosofía en el Principado de Liechtenstein; miembro del Equipo Teológico del CELAM, de la Academia Pontificia por la Vida y colaborador del Dicasterio de Desarrollo Humano Integral. Ha publicado diversos libros sobre filosofía social, entre los que destaca Católicos y políticos (Prólogo de Jorge Mario Bergoglio SJ, Agapé-CELAM, Bs. As. 2006). Es fundador del Centro de Investigación Social Avanzada.
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