Mientras Jesús hablaba, la gente se removía en los bancos. No podían entender aquel lenguaje: les parecía sencillamente absurdo. Muchos de los que estaban allí, rodeando al Maestro, se consideraban ya discípulos suyos. Y, sin embargo… Unos se limpiaban el sudor; otros, los más, deseaban de todo corazón y rezaban en secreto para que se callara de una vez. Pero Jesús seguía:
“-Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron; éste es el pan que baja del cielo para que quien lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo les voy a dar es mi carne” (Juan 6, 48-51).
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Un rumor recorrió el local. ¿Es que Jesús se había vuelto loco? ¿En qué cabeza cabía semejante cosa? Sus palabras eran bellísimas y llegaban directamente al corazón; y luego estaban sus enseñanzas acerca del perdón y de la pobreza de espíritu… Hasta aquí, todo estaba bien. Pero, ¿no estaba yendo demasiado lejos al decir ahora que iba a darles de comer su carne?
Jesús leía en el rostro de sus oyentes el estupor que causaban sus palabras. Pero no rectificó ni una coma, sino que, por el contrario, continuó así:
“-En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él… Éste es el pan que ha bajado del cielo; no como el que comieron sus padres, y murieron; el que come de este pan vivirá para siempre” (Juan 6, 53-58).
Hubo entonces en la sinagoga una trifulca. ¡Definitivamente, aquello era demasiado! “Muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: ‘Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?’”. Por lo pronto, ellos no. ¡Ellos no lo aprobarían por nada del mundo! Y empezaron a abandonar el salón, decepcionados.
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En torno a Jesús se había ido formando, a lo largo de las semanas y los días, un nutrido grupo de seguidores; ahora, muchos se marchaban. Pero Jesús no rectificó nada de lo que acababa de decir para ganarse, como se dice, la simpatía popular. Dejó sus palabras como estaban. Y, con un dejo de tristeza en la voz, preguntó a los apóstoles:
“-¿También vosotros queréis marcharos?
“Le respondió Simón Pedro:
“-Señor, ¿y a dónde iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el santo de Dios” (Juan 6, 67-69).
Desde entonces hay discípulos que, aunque se autodenominan cristianos, no se sienten con fuerza para aceptar el lenguaje duro del Señor. Afirman públicamente creer en Cristo, pero hay palabras suyas que no pueden soportar. “Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?”, siguen diciendo dos mil años después.
En muchas iglesias separadas (llamémoslas así) aunque se lee el evangelio y se trata de vivirlo, hay palabras de Jesús en las que, por más que digan lo contrario, no creen. Si delante de ellos te llamas católico, te preguntan: “¿Y por qué los católicos hacen tantas cosas que no están en la Biblia?”. A mí, cuando me interrogan de esta manera, les respondo de esta otra: “¿Y por qué ustedes no creen en lo que sí está en la Biblia? En ella se dice –y muy claramente, por lo demás- que en la Eucaristía está el Señor en cuerpo y alma. ¿Por qué, entonces, no lo creen, si él mismo ha dicho que allí está?”.
En una hermosa novela de la escritora belga Béatrix Beck (1914-2008) titulada Léon Morin, prêtre (ganadora, en 1952, del premio Goncourt), me encuentro con la siguiente escena. Una mujer se acerca al padre Morin y le dice:
“-Voy a volver a ser católica.
“-¿Por qué? –le pregunta éste.
“-Estoy acorralada. Me rindo.
“-¿Por qué quiere convertirse?
“-No quiero, estoy obligada.
“-¿Qué es para usted la conversión?
“-Ponerse a seguir los preceptos de Cristo: ser siempre pobre, ponerse a amar a la gente, hacer el máximo por ella, renunciar a mí misma y a mis intereses, rogar a Dios, recibir los sacramentos: en fin, entrar en la Iglesia”.
Para probarla un poco más, el padre Morin le hizo una pregunta desconcertante:
“-¿Nunca pensó hacerse protestante? Suele ser maravillosa esa gente”.
Y ella:
“-Es imposible para mí hacerme protestante, puesto que Cristo fundó una sola Iglesia con Pedro a la cabeza. Para ser fiel a Cristo hay que permanecer en ella… Dijo que las fuerzas del infierno nada podrían contra ella. Yo creo que han podido, únicamente que tal vez no sea definitivo, total. Y, además, hay una razón todavía más grave que hace que los protestantes, aun si son santos, no sean nunca cristianos. La razón es que Cristo ha dicho: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida”. Y los protestantes no creen en esta afirmación de Cristo, pues niegan la presencia real. Forman parte de los discípulos que han dicho: ‘Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?’. Los protestantes han acompañado a esos discípulos, a los que se han echado atrás y han dejado de andar junto a Cristo, lo que evidentemente era mucho más prudente. Los protestantes son demasiado razonables para ser cristianos. Es deshonesto haber hecho de la comunión una simple conmemoración. ¡Como si Cristo fuese un aficionado a los recuerdos!”.
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