En los momentos de mayor angustia, ¡cómo quisiéramos que nos hablase una voz venida del cielo para mostrarnos el camino, cómo desearíamos entonces una revelación particular de Dios!

Frente a nosotros se entrecruzan, por ejemplo, dos senderos: ¿cuál de ellos debemos recorrer?, ¿cuál de los dos conduce a la realización y a la felicidad? La vida pide que elijamos, y entre más pronto mejor, pero la verdad es que estamos perplejos y no sabemos hacia dónde debemos tirar.

Pablo, en el camino de Damasco, escuchó la voz del Señor que le decía: “Levántate, entra en la ciudad y allí se te dirá lo que tienes que hacer” (Hechos 9,6). ¡Afortunado Pablo! Pero, a nosotros, ¿quién nos girará instrucciones tan minuciosas?

Una vez, un hombre se acercó a Jesús para preguntarle: “Maestro, ¿qué es lo que tengo que hacer para conseguir la vida eterna?”. El hombre estaba preocupado por su salvación; de alguna manera, este asunto se había convertido para él en un problema teológico verdaderamente serio. ¿Qué tenía que hacer para no fracasar en la vida? ¿Debía realizar ciertos actos específicos? Y, de ser así, ¿qué actos podían ser éstos?

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El hombre, según puede verse en la narración del evangelista, anhelaba una respuesta personal, pero Jesús se limitó a recitarle el Decálogo: “Ya sabes los mandamientos –le dijo-: no mates, no robes, no cometas adulterio,  no robes, no defraudes, sustenta a tu padre y a tu madre”.

El hombre quedó profundamente desilusionado. ¿Es que no podía haber para él una palabra más íntima y menos general? ¿Por qué el Señor se limitaba a recordarle lo que él ya sabía? Que esto sucedió realmente así, quiero decir, que se sintió defraudado, es algo que puede inferirse de lo que replica a continuación: “Maestro, todo esto lo he guardado desde que era joven” (Marcos 10, 8-10).

Hay en estas palabras un dolor callado. “¡Pero, Señor, en realidad no me estás diciendo nada nuevo!”. Y se marchó triste. Él hubiera querido que Jesús le hablara de otra manera y, sin embargo, no le habló más que de ésta.

Pero vamos a detenernos aquí con el fin de considerar el asunto con mayor detenimiento. Hay, en efecto, quienes buscan con sinceridad la voluntad de Dios; quienes quieren que Él les diga lo que tienen que hacer y les indique el camino que han de seguir.

Y, sin embargo, antes de esta voluntad particular hay una voluntad general de Dios que quedó plasmada para siempre en las tablas del Sinaí, y que dice: “Yo soy el Señor, tu Dios, y no tendrás otros dioses fuera de mí. No pronunciarás el nombre de Dios en vano. Fíjate en el sábado para santificarlo. Honra a tu padre y a tu madre. No matarás. No cometerás adulterio. No robarás. No darás falso testimonio contra tu prójimo. No codiciarás los bienes de tu prójimo” (Éxodo 20, 1-17), etcétera. ¡He aquí, en diez palabras o mandamientos, lo que Dios quiere! Diez palabras que, de ser vividas por todos, convertirían este pobre planeta ensangrentado en un pequeño paraíso.

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Hoy se nos quiere hacer creer que la solución a los problemas de México está en tener policías mejor armadas; en permitir que los muchachos fumen marihuana, practiquen la lucha libre y se psicoanalicen; en enseñarles civismo en las escuelas; en… Pero yo creo que si nos pusiéramos todos a vivir el Decálogo -¡por lo menos el Decálogo!- en poco tiempo dejaría de haber bandidos que perseguir y secuestradores que atrapar. “No mates, no robes, no codicies lo que no es tuyo”… En efecto, aquí está todo.

Hace poco, en una clase de catecismo, invité a los niños a hacer el siguiente ejercicio: “Imagínense –les dije- que ustedes son Dios y que quieren que en el mundo haya siempre paz y concordia entre los hombres. ¿Qué reglas, normas o deberes les impondrían?” ¡Por supuesto, los niños aún no habían oído hablar de los diez mandamientos, aunque estaban a punto de hacerlo! Entonces uno levantó la mano y dijo:

-Que no se golpeen.
Y otro:
-Que no se roben sus lonches.
-Que no se engañen unos a otros.
Etcétera.

La lista, para decirlo ya, acabó siendo no muy diferente –aunque, eso sí, un poquitín más larga- que la que Dios promulgó solemnemente mientras su pueblo querido se dedicaba a adorar al becerro de oro en el desierto.

Y me pregunto: “¿Por qué razón, con qué objeto, se quiere eliminar a Dios de todas partes?” Quítenle a Dios a un joven y es como si le diéramos una pistola, pues le habremos quitado al único cuyo castigo podría temer. Por eso me repugna la hipocresía de aquellos que se rasgan las vestiduras cuando escuchan la noticia de que andan por ahí sicarios de catorce años descabezando prójimos. ¡Claro! ¿Qué esperábamos? Desde hace siglo y medio se les ha querido quitar a Dios a los mexicanos, ¿y se espantan nuestros dirigentes de lo que sucede en nuestras calles, plazas y avenidas?

Encienda usted la televisión: ¿qué va a escuchar? Denuestos contra la Iglesia e invectivas contra los creyentes: en todo caso, burlas, siempre burlas. ¿Pero es que no se han dado cuenta nuestros comunicadores que quizá ellos mismos estén provocando eso que con tanta indignación denuncian en el segmento siguiente? Quitan la fe a los jóvenes, ¿y luego se espantan de lo que éstos con capaces de hacer cuando ya no creen en nada?

Poco antes de morir, escribió así don José Vasconcelos (1882-1959) en una nota que luego su hijo incluyó en un libro póstumo titulado Letanías del atardecer: “Todos los fariseos contemporáneos –políticos enriquecidos a costa del pobre- hablan de que tienen fe en el hombre. Se les ha prohibido citar el nombre de Dios. ¡Vale más que no lo profanen! El hombre, ¡pobre creatura! Con sólo ver a todos esos mediocres que hoy tienen la dirección oficial de los destinos humanos, basta para asquearse del hombre. ¡Nunca hubo mayor número de hipócritas a la cabeza de las naciones!”.

“Guarda mis mandamientos, Israel –dice el Señor- para que vivas muchos años en la tierra. Escúchalos, Israel, y ponlos por obra, para que te vaya bien” (Deuteronomio 6, 1-3). En realidad, nos ha ido mal, bastante mal. Pero Dios no tiene la culpa de nada. Y nadie puede decir, tampoco, que no estábamos advertidos.

El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

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P. Juan Jesús Priego

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