Hay quienes alegan mucho que somos un país con un Estado laico y que, por tanto, Dios nada tiene que ver en nuestras realidades sociales, políticas, educativas, culturales, económicas, deportivas, comunicacionales, etc.
Quisieran que todo lo religioso se quedara encerrado en las sacristías y en los templos. Que, por ejemplo, en el caso del aborto y la eutanasia, la fe cristiana no interfiriera con lo que decidan las mujeres y las autoridades civiles, como si Dios no existiera, con frases como “saquen sus rosarios de nuestros ovarios”…
¡No han descubierto a Dios! ¡No conocen a Jesucristo! Si lo conocieran en verdad, otras serían sus actitudes. Nuestro Dios quiere el bien y la felicidad de todos, y para ello nos enseña un camino, pero nos hizo libres; no nos coacciona. Es muy triste que legisladores que se dicen creyentes no tomen en cuenta los mandamientos de Dios, sino sólo sus propios intereses partidistas o las consignas del alto poder. En un país mayoritariamente creyente, parece que Dios está ausente en la vida pública oficial. Quisieran eliminar su nombre hasta del himno nacional.
Por otro lado, contrasta que muchos narcotraficantes, extorsionadores, ladrones, asesinos, secuestradores, lenones, corruptos, etc., se consideren creyentes en Dios y devotos de la Virgen María y de los Santos. Algunos traen un escapulario, una medalla o una cruz, e incluso piden sacramentos para sus hijos; sin embargo, sus comportamientos son totalmente contrarios a la verdadera fe. Como el caso del jefe de una banda de estafadores que, dizque muy devoto de la Virgen, cuando entra al templo a rezarle, dos de sus pistoleros están a la puerta, con armas largas, para que nadie lo interrumpa, y otros dos a la entrada del atrio. ¿Qué sentido tiene su religiosidad? ¿Es válida esta forma de vivir su fe? Si adherirse a Dios implica guardar sus mandamientos, que se centran en el amor a El y a los prójimos, y ese líder se dedica a perjudicar a medio mundo, su práctica religiosa no es la que a Dios le agrada, ni es benéfica para la sociedad. Quien de veras cree en Dios, se esfuerza por darle a El su lugar y hace el bien a los demás, nunca el mal.
Aunque, según el censo 2020, en nuestro país aún somos mayoría los que nos consideramos seguidores de Jesús, entre católicos y protestantes, sin embargo, crece el número de quienes se declaran creyentes que van por la libre, sin adscripción a una determinada confesión. Lo más preocupante es que aumentan los que se dicen sin religión. Algunos, porque están decepcionados de nuestras iglesias. Otros, porque no tuvieron unos padres que les ofrecieran la luz del Evangelio. Y a muchos les es más cómodo y fácil sentirse dioses, ser ellos el criterio último y definitivo de sus decisiones y actitudes; hacen a un lado a sus padres, a las autoridades, a los maestros y la experiencia de la historia. Entre ellos, hay gente buena y constructiva, porque su conciencia les orienta hacia el bien, y eso es signo oculto de que son hijos de Dios, que es amor, aunque no lo reconozcan. Si nos unimos todos, creyentes y no creyentes de buen corazón, hay esperanza de que nuestra patria mejore.
El Papa Francisco, en su encíclica Fratelli tutti, dice: “Soñemos como una única humanidad, como caminantes de la misma carne humana, como hijos de esta misma tierra que nos cobija a todos, cada uno con la riqueza de su fe o de sus convicciones, cada uno con su propia voz, todos hermanos” (8).
“Desde nuestra experiencia de fe y desde la sabiduría que ha ido amasándose a lo largo de los siglos, aprendiendo también de nuestras muchas debilidades y caídas, los creyentes de las distintas religiones sabemos que hacer presente a Dios es un bien para nuestras sociedades. Buscar a Dios con corazón sincero, siempre que no lo empañemos con nuestros intereses ideológicos o instrumentales, nos ayuda a reconocernos compañeros de camino, verdaderamente hermanos. Creemos que cuando, en nombre de una ideología, se quiere expulsar a Dios de la sociedad, se acaba por adorar ídolos, y enseguida el hombre se pierde, su dignidad es pisoteada, sus derechos violados” (274).
“Cabe reconocer que entre las causas más importantes de la crisis del mundo moderno están una conciencia humana anestesiada y un alejamiento de los valores religiosos, además del predominio del individualismo y de las filosofías materialistas que divinizan al hombre y ponen los valores mundanos y materiales en el lugar de los principios supremos y trascendentes. Los textos religiosos clásicos pueden ofrecer un significado para todas las épocas, tienen una fuerza motivadora, pero de hecho son despreciados por la cortedad de vista de los racionalismos” (275).
“Queremos ser una Iglesia que sirve, que sale de casa, que sale de sus templos, que sale de sus sacristías, para acompañar la vida, sostener la esperanza, ser signo de unidad para tender puentes, romper muros, sembrar reconciliación” (276).
El Papa advierte, sin embargo, que “el hecho de creer en Dios y de adorarlo no garantiza vivir como a Dios le agrada. Una persona de fe puede no ser fiel a todo lo que esa misma fe le reclama, y sin embargo puede sentirse cerca de Dios y creerse con más dignidad que los demás. Pero hay maneras de vivir la fe que facilitan la apertura del corazón a los hermanos, y esa será la garantía de una auténtica apertura a Dios. A veces, quienes dicen no creer, pueden vivir la voluntad de Dios mejor que los creyentes” (74).
Los creyentes en Dios, esforcémonos por ser obedientes a sus mandatos, y por tanto, respetuosos de los demás, preocupados solidariamente por quienes sufren, comprometidos en que nuestra patria camine por sendas de justicia y de paz, de progreso y bienestar para todos. Evitemos cuanto les cause algún mal y llevemos la delantera en ser buenos ciudadanos, hermanos de todos.
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