Esta semana, como cada septiembre, nos preparamos para festejar el Grito de Independencia. Recuerdo mi niñez y mi colegio, los honores a la bandera de cada lunes, la dificultad y reto académico que implicaba aspirar a ser parte de la escolta y los festejos de cada año en este mes, que despertaron en mis compañeras y en mí, el amor a la patria; por supuesto que no entendía ni sabía, ni me interesaba la política, pero percibía en mi familia y a mi alrededor el mismo sentimiento de alegría, el mismo orgullo de ser mexicana y la misma sensación de esperanza.
Después de tantos años y de tantos sucesos, me pregunto ¿qué motiva a las nuevas generaciones no solo a festejar el 15 y 16 de septiembre, también a sentir orgullo, amor y respeto por esta nación tan abatida y con un futuro tan incierto? Un país en el que la inseguridad y el miedo son como un fantasma por el que todos nos sentimos perseguidos, donde la violencia se ha permeado como moho por todos los rincones, la polarización social es como un abismo que divide y enfrenta a los mexicanos, la educación no tiene como objetivo el aprendizaje sino la ideologización y todos los demás derechos humanos son manipulados de acuerdo a los intereses políticos.
La situación no es fácil; la educación cívica es una materia cuya enseñanza se compartía entre el hogar y la escuela. En casa con el aprendizaje de todos esos valores que hacen de la persona un hombre o una mujer de bien, que respeta y aporta a los demás mejorando su entorno; en la escuela, educando para la ciudadanía, con el objeto de fortalecer la convivencia social entre las personas. Pero muchos padres de familia fueron abandonando su tarea educadora intentando dejarla en manos de los maestros, mientras que desde hace años se borró de los planes de estudio la materia de Civismo… los resultados los conocemos, los palpamos día a día en una sociedad descompuesta, muchas veces manipulada por ideologías o con dádivas y discursos populistas.
A pesar de estos momentos de sombra que estamos viviendo, como cristianos no podemos olvidar la grandeza de México. Un pueblo que se ha forjado en la Fe, que es el hogar que ha elegido María, nuestra Virgen mestiza y mexicana que amorosa nos recuerda “¿no estoy yo aquí que soy tu Madre?”
Somos nosotros, quienes podemos retomar el importantísimo papel educador de la familia, para formar, como dijera San Juan Bosco: “honrados ciudadanos y buenos cristianos”, nuestra participación social y política es urgente para sembrar esperanza y contagiar de optimismo nuestro ambiente, porque la esperanza del cristiano no está puesta en nuestra acción y resultados, sino en Dios, el Señor de la historia.
Nuestra patria es fruto del trabajo y la fe de tantos santos y héroes como Tata Vasco, Diego de Landa, fray Antonio Alcalde, fray Pedro de Gante, que entre muchos otros, fundaron escuelas y hospitales dedicando su vida para evangelizar y ofrecer una vida digna a los indígenas; y es fruto de la acción de tantos héroes que lucharon por hacer de México una nación independiente, como Agustín de Iturbide quien realmente consolidó la independencia de México en 1821.
Si los cristeros un día levantaron las armas, hoy la bandera de los católicos debe ser la bandera de la paz, de la esperanza, de la reconciliación, la unidad entre nosotros, con las demás iglesias, con todos los que amamos a México y creemos en él.
No se trata de esperar condiciones políticas o sociales, se trata de responder al llamado de nuestros pastores por la paz, de la urgencia de sembrar la semilla del bien común para las nuevas generaciones y así honrar y vivir el orgullo de ser mexicanos.
“Ciña oh, patria, tus sienes de oliva
De la paz del arcángel divino
Que en el cielo tu eterno destino
Por el dedo de Dios se escribió”
¡México vive, Viva México!
“quiero reafirmar mi plena confianza en el porvenir de este pueblo. Un futuro en el que México, cada vez más evangelizado y más cristiano, sea un país de referencia en América y en el mundo; un país donde la democracia, cada día más arraigada y firme, más transparente y efectiva, junto con la gozosa y pacífica convivencia entre sus gentes, sea siempre una realidad bajo la tierna mirada de su Reina y Madre, la Virgen de Guadalupe”. San Juan Pablo II
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