Estos días he leído un libro bello, estrujante e inolvidable. Se titula Por qué me gustan las azaleas, de Josefa María Imma Mack, una religiosa alemana que en sus años de juventud, cuando era postulante y Europa se hallaba en plena guerra, llevaba de contrabando comida y noticias a los prisioneros de Dachau.

¿Cómo hacía aquella jovencita para entrar en ese infierno y salir viva? Ni ella misma lo sabe, pero lo hizo, y no una, sino muchas veces. Allí descubrió que no sólo los judíos eran odiados, sino también los cristianos, y en medida no menor que aquéllos. En el campo había no sólo rabinos, sino diáconos, sacerdotes, religiosos y obispos.

¿Cómo había sido posible que una muchacha inexperta como Josefa burlase tantas veces la vigilancia nazi? Pues bien, lo hizo, y en cierta ocasión hasta le fue confiada una misión de enorme importancia:

Por aquellos días (era el invierno de 1944) había en el campo un diácono llamado Karl Leisner; estaba tan enfermo que se esperaba su pronta muerte. En el mismo barracón estaba recluido un obispo francés que bien podía conferirle la ordenación sacerdotal. Sin embargo, no sólo se trataba de querer: también eran necesarias algunas cosas, como los aceites sagrados, los libros litúrgicos, etcétera. ¿Podía hablar Josefa con el cardenal Faulhaber –uno de los más fuertes oponentes del nazismo- para que diese permiso de celebrar la ordenación?

Era claro que Josefa podía hacerlo, y lo hizo a toda velocidad, como lo hacía todo.

“El cardenal me saludó amistosamente… La conversación duró aproximadamente una hora. Finalmente, me dijo que esperase un rato y se fue con su secretario. Al cabo de una media hora volvieron los dos. El cardenal me entregó la carta con el permiso para la ordenación sacerdotal. El secretario me trajo los santos óleos, los rituales necesarios y una estola…

“Esa misma semana, el día convenido, llevé a Dachau la carta decisiva y los objetos necesarios para la ordenación sacerdotal… Ésta tendría lugar el próximo domingo 17 de diciembre, el domingo Gaudete. El día siguiente de Navidad, celebró su primera misa Karl Leisner”.

Una inteligencia utilitaria podría preguntarse: ¿y para qué conferir la ordenación sacerdotal a un hombre que estaba ya para morirse? ¿Para qué correr tantos peligros, si aquel sacerdote no sólo diría en su vida una o dos Misa? La respuesta es: porque sí. No hay otra respuesta. El sacerdocio, como la vida, vale por sí mismo, independientemente de que el hombre pueda aún moverse, o bien ya no.

Y al leer este hermoso pasaje no sólo pienso en mí -que recibí esta misma ordenación sacerdotal en condiciones mucho más favorables-, sino también en mis lectores, para que no se angustien nunca con esta pregunta malévola: “¿Para qué?”. Hay quienes dicen: “¿Para qué nací, si todo me ha salido mal? ¿Para qué, si hasta ahora no he hecho nada que valga la pena?”. Es posible que nuestra vida, hasta el día de hoy, haya sido a nuestros ojos un fracaso rotundo. Pero, ¿lo será también para Dios? Él sabe para qué nació cada uno, pero guarda silencio.

Tal vez mis lectores hayan nacido porque Dios, simplemente, ha querido oír su voz, que ha de sonar en sus oídos como una música bella. Quién sabe. Después de todo, esto que digo, conforme pasan los años, no me parece ya nada absurdo.

Más artículos del autor: El enemigo del tiempo
*Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

 

P. Juan Jesús Priego

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