Estos días he leído un libro bello, estrujante e inolvidable. Se titula Por qué me gustan las azaleas, de Josefa María Imma Mack, una religiosa alemana que en sus años de su juventud, cuando era postulante y Europa se hallaba en plena guerra, llevaba comida y noticias, de contrabando, a los prisioneros de Dachau.

¿Cómo hacía esta jovencita –en aquel tiempo lo era- para entrar en aquel infierno y salir viva? Ni ella misma lo sabe, pero la verdad es que lo hizo, y no una, sino muchas veces (a través de los viveros, que eran como los confines del campo y cuyo vigilante se había hecho su amigo). Allí vio de cerca Josefa la mirada de los prisioneros, sus ojos de huérfanos; allí descubrió que no sólo los judíos eran odiados, sino también los cristianos, y en medida no menor que aquéllos.

Un prisionero, una vez, le habló de este odio. “Me habló –cuenta- de la vida en el campo de concentración, del hambre y de los castigos, de la miseria y de la muerte, pero principalmente del odio que había contra los sacerdotes y la religión. Me parecía increíble que en Alemania pudiese pasar una cosa así… Lo que ocurre en Dachau es como en la primitiva Iglesia: es una verdadera persecución de cristianos”.

En el campo había no sólo rabinos, sino también diáconos, sacerdotes, religiosos y obispos. “Un día –cuenta Josefa- conocí al padre Stanislaw, capuchino polaco de unos treinta años. A partir de entonces jugó un papel importante en la recepción de los alimentos que yo llevaba… Cada semana me cargaban más. Todos los comestibles de los que las Hermanas se podían privar, se destinaban a los reclusos y éstos los recibían con enorme gratitud… Le pregunté al padre Stanislaw por qué había en el campo de concentración de Dachau tantos sacerdotes, precisamente polacos. Me dijo que la razón era que los nacionalsocialistas querían arrancar de raíz la intelectualidad polaca. Esto fue para mí una nueva experiencia que me conmovió mucho”.

“Por aquella época me pidió también que, si era posible, le llevase cada semana unas 700 hostias para los sacerdotes polacos, para que durante su trabajo pudiesen celebrar la misa secretamente conforme a un rito muy simplificado que les había sido permitido por Roma”.

¿Cómo había sido posible que una muchacha inexperta como Josefa burlase tantas veces la vigilancia nazi? Pues bien, lo hizo, y en cierta ocasión hasta le fue confiada una misión de enorme importancia.

Resulta que por aquellos días (era el invierno de 1944) había en el campo un diácono llamado Karl Leisner, y estaba tan enfermo que nadie esperaba que pudiese vivir mucho tiempo. Ahora bien, en el mismo barracón estaba recluido también un obispo francés que bien podía, si quisiese, conferirle la ordenación sacerdotal. Sin embargo, no sólo se trataba de querer: también eran necesarias algunas cosas, como los aceites sagrados, los libros litúrgicos, etcétera. ¿Podía hablar Josefa con el cardenal Michael Faulhaber –uno de los más fuertes oponentes del nazismo y obispo de Múnich, región a la que pertenecía el campo de Dachau- para que diese permiso de celebrar la ordenación?

Era claro que Josefa podía hacerlo, y lo hizo a toda velocidad, como lo hacía todo; se montó a su bicicleta y fue en busca del cardenal para exponerle el asunto.

“El cardenal me saludó amistosamente y me preguntó mi nombre. Quiso saber cómo había podido yo llegar al campo. Me hizo hablar detenidamente y, de vez en cuando, me hacía preguntas para conocer con exactitud lo que había visto allí. La conversación duró aproximadamente una hora. Finalmente, me dijo que esperase un rato y se fue con su secretario. Al cabo de aproximadamente media hora volvieron los dos. El cardenal me entregó la carta con el permiso para la ordenación sacerdotal. El secretario me trajo los santos óleos, los rituales necesarios y una estola. El cardenal me advirtió con gran seriedad que debía guardar estricto silencio sobre este asunto. Me encargó que después de la ordenación trajese una confirmación escrita fidedigna y entregase en palacio los objetos que me acababa de dar…

“Esa misma semana, el día convenido, llevé a Dachau la carta decisiva y los objetos necesarios para la ordenación sacerdotal… Ésta tendría lugar el próximo domingo 17 de diciembre, el domingo Gaudete. El día siguiente de Navidad, el día de San Esteban, celebró su primera misa Karl Leisner, en una barraca del campo de concentración”.

Una inteligencia utilitaria podría preguntarse: ¿y para qué conferir la ordenación sacerdotal a un hombre que estaba ya para morirse? ¿Para qué correr tantos peligros, si aquel sacerdote no saldría nunca del campo y sólo diría en su vida una misa, o a lo mucho dos? Pero la respuesta es: porque sí. Sólo por eso. No hay otra respuesta. El sacerdocio, como la vida, vale por sí mismo, independientemente de que el hombre pueda aún moverse, o bien ya no. ¿Sólo una misa diría Karl Lesiner en toda su vida? Pues bien, con esa sola misa era más que suficiente.

Y al leer este hermoso pasaje no únicamente pienso en mí mismo, que recibí esta misma ordenación sacerdotal en condiciones mucho más favorables –nada menos que en una catedral y con las puertas abiertas-, sino también en mis lectores, para que no se angustien nunca con esta pregunta malévola: “¿Para qué?”. En efecto, hay quienes dicen: “¿Para qué nací, si todo me ha salido mal? ¿Para qué, si hasta ahora no he hecho nada que valga la pena?”. Es posible que nuestra vida, hasta el día de hoy, haya sido a nuestros ojos un fracaso rotundo. Pero, ¿lo será también para Dios? Él sabe para qué nació cada uno, pero guarda silencio.

Tal vez mis lectores hayan nacido porque Dios, simplemente, ha querido oír su voz. Tal vez la voz de mis lectores sea suficiente para Dios, que ha de sonar en sus oídos como una música bella. Quién sabe. Después de todo, esto que digo, conforme pasan los años, no me parece ya nada absurdo.

El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe

P. Juan Jesús Priego

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