En uno de esos libros religiosos que ya nadie quiere por haber sido publicados antes del Concilio Vaticano II, me encuentro con una bellísima oración que escribió un soldado durante una noche en la que no pudo dormir a causa de los remordimientos del día.
Pero antes de transcribir esta plegaria quisiera hacer una pregunta: ¿por qué en ciertos ambientes eclesiales decir preconciliar es lo mismo que decir antediluviano, o incluso todavía algo peor? Una vez, una simpática religiosa llegó a mi parroquia con una bolsa de libros preguntándome si me interesaba por alguno de ellos, pues estaban haciendo limpieza de su biblioteca y pensaban tirarlos a la basura. ¿Y qué me encontré en esa bolsa negra del tamaño de un saco de naranjas? He aquí, aproximadamente, los títulos que recuerdo: Semillas de contemplación, de Thomas Merton; Nuevas semillas de contemplación, del mismo autor; Meditaciones teológicas, de Romano Guardini; Fisonomías de santos, de Ernest Hello; Las grandes amistades, de Raïsa Maritain; El desesperado, de Léon Bloy, y, por supuesto, Como yo os he amado, de Louis Fèvre, libro que contenía la oración que ahora mismo me dispongo a transcribir.
Al ver aquellas joyas (algunas de las cuales, vanidad aparte, yo ya tenía), pregunté a la religiosa:
-¿Y por qué van a deshacerse de estos libros, hermana?
-Es que son muy viejos, padre. ¡Figúrese usted, son de antes del Concilio!
¡Como para morirse! Preconciliar, vejestorio, cavernícola y jurásico son, en la mente de muchos hombres de Iglesia, palabras sinónimas. Pero vayamos a la oración. Como dije hace un momento, la escribió un soldado del que ni siquiera sabemos el nombre, y dice así:
“Esta noche, señor, he visto un esclavo.
“Era un muchacho de veinte años, calvo y lleno de arrugas como un viejo; estaba durmiendo, como todas las noches, en el automóvil de su dueño. No había, para él, ni siquiera un miserable lecho para acogerle. Cuando le condujimos al puesto de guardia, se puso a llorar. ¿Por qué? ¿Es que le asustábamos nosotros? Nos dijo que no. El terror que se reflejaba en su rostro no lo inspirábamos los soldados, sino el recuerdo de su dueño. Rehusó el cigarrillo y el café que le ofrecimos. Le dimos un capote y un pedazo de pan.
“Después, Señor, la ronda continuó.
“Yo hubiera querido charlar un rato más con él, Señor; hubiera querido gritarle que deseaba ser su amigo. Hubiera querido decirle que me daba cuenta que él estaba en su casa y yo no. Hubiera querido estrecharle la mano.
“Señor, ¡ayúdalos! Ayuda a todos esos esclavos que apenas tienen derecho a las migajas caídas de la mesa de los demás.
“Esta noche, Señor, todavía he visto más: registros, gente detenida y arrestada. Me sentía incómodo, desazonado. Yo no estaba en mi casa, yo entraba violentamente en sus hogares. Hubiera querido, Señor, poder sonreírles mientras los registraba. Pero cuando se tiene un arma bajo el brazo, es difícil sonreír con amor.
“Sin embargo, un hombre al que acabamos de catear me ha mirado con una sonrisa y he podido corresponderle. ¡Nos hemos hecho amigos! Yo hubiera querido sonreírles a todos, incluso a aquel que se marchó diciendo: ‘¡Esto es una vergüenza!’. Pero a éste, aun a pesar mío, le despedí más bien con un gesto hosco.
“Danos tu amor, Señor. Que germine en el corazón de todos los hombres.
“Dame tu amor, Señor, para que yo sepa meterlo en el corazón de todos los hombres que viven a mi alrededor. A todos los que hacen de soldados, a todos los que someten, dales tu amor, Señor.
“Acepta, Señor, el gesto hosco a la vez que la sonrisa; acepta mis deseos y mi impotencia; dígnate aceptar nuestros esfuerzos y nuestros corazones. Amén”.
Cuando leí esta larga plegaria, me sentí conmovido. Este soldado pedía a Dios perdón por todas las sonrisas que no pudo dar a lo largo de un día; por su rostro hosco cuando pudo ser amable; por no haber estrechado una mano con efusión cuando la verdad es que pudo haberlo hecho. Pero ya es tarde, ya es de madrugada y los otros se han ido ya. ¡Quién sabe si volverá a verlos en su vida!
El soldado gemía, arrepentido, por tanta ternura desperdiciada.
Y yo, que me reconozco en este soldado anónimo, pido también perdón al Señor, ahora que debe ser la misma hora en que él escribió su plegaria, por todos los abrazos que no di; por las palabras cariñosas que no dije; por las sonrisas que pude haber dado y me reservé sólo para mí mismo.
¿Quién dijo que los soldados no saben rezar? He aquí una hermosa oración encontrada en los bolsillos de un soldado, muerto hace ya algunas décadas y que también, para edificación de quien esto lea, me gustaría transcribir:
Hola, Dios.
Yo nunca hablé contigo.
Hoy quiero saludarte. ¿Cómo estás?
¿Sabes? Me decían que no existes.
Y yo, tonto, creí que era verdad.
Anoche vi tu cielo.
Me encontraba oculto en
el hoyo de una granada.
¡Quién iba a pensar que para verte
bastara con echarse uno de espaldas!
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