Me gustan las oraciones de los literatos, esas plegarias a veces dulces, a veces terribles que pueblan los diarios íntimos y las novelas, las memorias personales y los diálogos imaginarios.
Durante muchos años me dediqué a coleccionar este tipo de oraciones, que iba guardando paciente y cuidadosamente en una libreta de tapas amarillas. Pero vinieron tiempos malos, se desató el temporal, la barca en la que viajaba por la vida naufragó y entre las muchas cosas que perdí estaba precisamente aquella libreta querida. ¡Cuánto daría hoy por volverla a ver!
Las oraciones de los santos son bellas, ¡quién se atrevería a negarlo! Pero a mí, en aquel entonces, no me interesaban las oraciones de los santos, sino las de los artistas, ya fuesen católicos o no lo fuesen, creyentes o no: esas oraciones que uno se encuentra donde nunca las buscaría y que los autores ponen en boca de sus personajes o que ellos mismos dirigen a Dios más como un murmullo o como un balbuceo que como una oración consciente de sí misma.
«¡Dios mío, dame fuerzas para elegir lo que prefiero y para perseverar!», gime un personaje de El malentendido, la pieza teatral de Albert Camus, ese noble escritor que se decía ateo. «Oh Dios, hazme humano –rezaba Monseñor Quijote, el héroe de una de las novelas de Graham Greene (1904-1991)-, déjame sufrir la tentación. Sálvame de mi indiferencia». «Señor y Dios mío, haz que ame la vida», pedía, a su vez, el escritor católico Geroges Bernanos (1888-1948).
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He aquí otra oración de éstas; me la encontré en un volumen que recoge los Discursos edificantes de Sören Kierkegaard (1813-1855), el filósofo danés, y dice así en una de sus partes: «¡Padre del cielo! Qué es ser hombre y cuán religiosa sea la exigencia de ser hombre –cosa que en compañía de los hombres y sobre todo en medio del hormigueo humano es tan difícil de entender–, haz que podamos comprenderlo si lo hemos olvidado; que lo podamos comprender, si no de un solo golpe y por entero, al menos en parte y poco a poco: haz que podamos aprender del pájaro y del lirio el silencio, la obediencia y la alegría».
Hace poco, leyendo uno de los volúmenes del Diario de Julien Green (1900-1998), fui a dar a una página que contenía una oración bellísima. Como el novelista no le puso nombre, a mí se me ocurrió llamarla Plegaria para gustar los días. Hela aquí:
Haz, oh Señor,
que la semana que comienza
tenga verdaderamente siete días.
No permitas que por la razón que sea
el lunes se convierta en viernes
y yo me encuentre
el sábado por la mañana
preguntándome qué paso
con el martes,
el miércoles
y el jueves.
Gustar los días, vivir todos los días: éste sí que es un arte difícil.
Cuando yo era niño, soñaba ya con ser mayor, con que el tiempo pasara de prisa. ¡Eran tantas las cosas buenas y bellas que veía hacer a los mayores, a mis hermanos y hermanas, a mis primos y primas, que quería ya ser como ellos! Cuando tenía quince años me preguntaba cuándo llegaría el momento de tener dieciocho (¿para poder votar?, ¡oh, nada de eso!). Con lo que no contaba es que, cuando tuviera dieciocho, mi madre acaso ya no estaría, y quizá tampoco mi padre, o alguno de mis hermanos.
En otras palabras, pedir que el tiempo pasara para mí, ¿no era también pedir que pasara para ellos y los envejeciera o los matara? No, hoy no pediría una cosa semejante. Si hoy, lunes, pidiera que ya fuera viernes porque ese día tendrá lugar un acontecimiento que espero con impaciencia, ¿qué pasaría con el martes, el miércoles y el jueves, es decir, con los días no vividos? Que de cualquier manera se cargarían a mi cuenta: sucedería como en un restaurante, donde basta con pedir un platillo para que te lo cobren; si te lo comes o no, eso no le importa al mesero: puesto que lo pediste, deberás pagarlo.
No; que hoy no sea mañana o pasado mañana. Que hoy sea simplemente hoy. Que aunque espere lo venidero, lo haga sin impaciencia y bien anclado en el presente. No quiero que me suceda lo que a aquella amiga mía que diariamente se disgustaba con su novio y cuyas tardes y noches eran dedicadas casi exclusivamente a anticipar lo que le diría en su próximo encuentro. De pronto pasaron cinco años, y luego otros tres, hasta que vino la ruptura definitiva y, con ella, el sentimiento de haber perdido el tiempo: «Durante ocho años –me dijo una vez entre sollozos- vivimos pensando en el mañana, en lo que nos diríamos mañana, ya para reconquistarnos, ya para castigarnos. Y nuestra juventud se fue sin que supiéramos cómo y sin decirnos lo mucho que nos queríamos». ¡Pobres muchachos: no supieron amarse en presente, sino sólo en futuro! ¡Y cómo sufren ahora, cada uno por su lado!
En cambio, me gusta la actitud de François Mauriac, que mientras esperaba el día de la recepción del premio Nobel –según cuenta en sus Bloc-Notes- él se preocupaba de las flores que el granizo había destrozado en su jardín.
Sí, que hoy sea simplemente hoy. Y que lo viva, y que me guste. Para que no me encuentre al final de mi vida sin saber qué pasó con mis miércoles, mis jueves y mis viernes.
El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.
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