Jaime Septién
El poeta francés René Char decía: “Algunos días no hay que temer nombrar las cosas imposibles de describir”. Hoy quisiera nombrar el nuevo año que se nos viene encima. Una mezcla de temor y esperanza. Temor, por la situación en que está sumido México. Esperanza, por la raíz guadalupana que guarda –todavía—el pueblo, nuestro pueblo (no el confiscado por la “razón” política”).
Nueve años faltan para celebrar el quinto centenario de las apariciones de la Virgen de Guadalupe a San Juan Diego. Momento axial, que cambió nuestra historia. La CEM ha tomado la iniciativa de llevar a cabo una novena para compenetrarnos con este acontecimiento. No se trata de una celebración sin esencia. Se trata, creo yo, de conducir nuestro corazón (y de nuestro corazón a la vida con los demás) ese deseo de armonía entre los contrarios que constituye el núcleo del Nican Mopohua.
México se está desgarrando en una lucha entre hermanos, auspiciada desde la más alta tribuna del país. El pueblo tiene que mirar para otro lado. Hacia su origen. Esa patria hermosa que es Guadalupe. Lo que quiero nombrar ahora es lo más difícil de describir: el amor que salva. Honrar a la Virgen morena es honrar un camino trazado desde el cerrito del Tepeyac: el del encuentro, el diálogo, la revelación de la esperanza.
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