Muchos hermanos migrantes han dejado sus tierras para cruzar algunas fronteras hasta llegar a la nuestra, que para ellos es la última. Más allá de Ciudad Juárez está la tierra que sueñan pisar para iniciar una nueva vida. Sus motivos son principalmente económicos. Huyen de la pobreza de sus países porque sus gobiernos no han podido –o no quieren– crear condiciones de prosperidad.
Pasaron por aquí grandes caravanas de cubanos, centroamericanos y haitianos, países algunos de gobiernos dictatoriales y creadores de miseria –el Estado cubano, padre de todas las dictaduras–. Desde hace meses atraviesan por aquí los venezolanos, huyendo del chavismo y la dictadura de Nicolás Maduro.
Hay diferencias notables en los extranjeros que vienen a la frontera. Los cubanos fueron respetuosos y trabajadores. Lo mismo podemos decir de los haitianos y otros de centroamérica. Sin embargo nuestros hermanos que hoy nos visitan por lo general no quieren trabajar y buscan ganarse la vida pidiendo dinero en las calles o limpiando vidrios de los coches. Muchos juarenses se sienten intimidados por ellos. Se les ofrecen burritos para comer o alguna lata de sardinas y muchos rechazan la dádiva, diciendo que quieren algo mejor.
El domingo pasado una muchedumbre de migrantes provocó una situación caótica en el puente internacional Santa Fe exigiendo a las autoridades norteamericanas que los dejaran cruzar. Con el cierre de los demás puentes internacionales paralizaron el comercio y afectaron así la economía de la ciudad. El fastidio se hace creciente para la población local, que en los dos últimos años ha visto un incremento excesivo en la llegada de migrantes.
El derecho a emigrar de la propia tierra para buscar mejores oportunidades de vida en otros lugares es un derecho que tenemos los seres humanos. Sin embargo también existe el derecho de los países receptores de migrantes de controlar sus fronteras para regular la migración estableciendo sus reglas. No hay ningún país de fronteras abiertas.
A algunos les pueden parecer estrictas las políticas migratorias de Donald Trump en el pasado, las de Greg Abbott en Texas o las de Giorgia Meloni en Italia, pero me parecen más sensatas que las políticas de algunos gobiernos que han tenido tanta apertura a la migración, que luego se llenan de personas que no se integran en sus culturas, y que a veces llegan a convertirse en delincuentes. La inmigración descontrolada siempre trae graves problemas sociales.
Los migrantes desintegrados e inadaptados no tienen por qué ser acogidos en esos países. Uno de los requisitos fundamentales para que un migrante sea aceptado en tierra extranjera –sea lugar de paso o tierra de destino– es que tenga respeto por la cultura que lo recibe, se integre a ella y demuestre que sabe trabajar. Los juarenses somos gente generosa pero también somos conscientes de que para comer hay que esforzarse, y no sólo extender la mano.
Por ello es loable el esfuerzo que están haciendo los empresarios, el gobierno municipal, las iglesias y organizaciones de la sociedad civil para dar hospedaje, asesoría y comida a los hermanos extranjeros, pero sobre todo para ofrecerles trabajos provisionales. La mejor manera de ayudarles es, después de darles cobertura a sus necesidades básicas, entregarles una caña de pescar.
El gran problema del norte rico es la falta de nacimientos dentro de sus naciones: no quieren tener más hijos. La mentalidad anticonceptiva y abortista está en el fondo de la idolatría del bienestar, y una de sus consecuencias es la inmigración. Estas sociedades ricas han engendrado hombres débiles que no quieren tener hijos, cuando lo que deberían hacer es fortalecer su población con familias fuertes y numerosas. Un país que recibe tanta inmigración es, en el fondo, una sociedad frágil que para sobrevivir tiene que depender de gente que venga de fuera.
*Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
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