“Mi hijo se levantó temprano a asaltar buses, como siempre; no le hacía daño a nadie, no le disparaba a nadie, sólo los asaltaba”, dijo la mamá del joven, exigiendo “justicia” para su hijo.
El “Tortolita“, como le apodaban, fue asesinado por un usuario que llevaba un arma, mientras el joven –que ya tenía un historial delictivo por robo, portación de drogas y extorsión- asaltaba un autobús de pasajeros en Guatemala.
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Las palabras y la imagen de la madre destrozada por la pérdida de su hijo provocaron una fuerte reacción en las redes sociales, con un sinnúmero de comentarios y críticas a esta mujer que, aparentemente, no tenía conciencia de que su hijo era un delincuente, e incluso, justificaba el mal que a diario hacía en contra de las personas y de la sociedad.
Aunque la noticia es de Guatemala, no resulta ajena a la realidad que vivimos en México, donde la descomposición social es cada vez más evidente; se refleja en los niveles de violencia que hemos alcanzado en todos los estratos sociales y en todo nuestro territorio; se refleja en el olvido de tantos valores culturales tan característicos de nuestra nación; se refleja en nuestras familias, en el miedo de muchos papás a ejercer la autoridad como un servicio, a la abdicación de su derecho–deber como principales educadores de sus hijos y a la terrible confusión que les han provocado las ideologías y los medios de comunicación en la interpretación del bien y la felicidad para sus hijos.
Realmente la descomposición social que vivimos es la punta del iceberg de lo que sucede en la base que es la familia. Cuando ésta olvida su esencia, los resultados se manifiestan en todos los demás ámbitos. Quizá hemos olvidado que las grandes arquitecturas descansan en los fuertes cimientos que las sostienen, y aunque no se ven, han logrado inmortalizar y mantener de pie obras majestuosas y emblemáticas.
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“El bien de la familia es decisivo para el futuro del mundo”, nos dice el Papa Francisco,” y a menudo nos recuerda su importancia y la necesidad de atenderla y cuidarla como el bien que es y representa:
“¡Apoyemos, pues, a la familia! Defendámosla de lo que compromete su belleza. Abordemos este misterio del amor con asombro, discreción y ternura. Y comprometámonos a salvaguardar sus preciosos y delicados vínculos: hijos, padres, abuelos… Estos vínculos son necesarios para vivir y vivir bien, para hacer más fraterna la humanidad”.
Ante hechos como el de la madre que ha perdido la capacidad natural para distinguir el bien del mal, y que son tan desafortunadamente comunes en México, como cristianos, antes de juzgarla, deberíamos hacer un profundo examen de conciencia sobre lo que hemos hecho por las familias que cruzan por nuestro camino y necesitan ayuda, en qué hemos socorrido a tantas madres solas, víctimas de la ignorancia, la violencia y los abusos; cuántas sonrisas y palabras de aliento y apoyo hemos brindado (y no sólo una moneda) a pequeños que a su corta edad ya se saben excluidos y deben llevar alguna ayuda a casa.
Porque, sin quitar la importancia política y social a las grandes manifestaciones y movimientos en favor de la familia, nunca será suficiente si no nos detenemos a tocar el corazón y curar las llagas de nuestro prójimo necesitado.
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Que no termine marzo, el mes de la familia, sin un compromiso que permanezca en el tiempo para transformar a nuestra patria, iniciando desde su más profundo cimiento y mayor riqueza: sus familias.
“Cada familia, a pesar de su debilidad, puede llegar a ser una luz en la oscuridad del mundo”, nos recuerda el Papa Francisco.
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