“Mientras iban caminando, Jesús entró en un pueblo, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Tenía Marta una hermana llamada María que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Marta, en cambio, estaba atareada con todo el servicio de la casa; así que se acercó a Jesús y le dijo:
“-Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola para servir? ¡Dile que me ayude!
“Pero el Señor le contestó:
“-Marta, Marta, tú andas inquieta y preocupada por muchas cosas, cuando en realidad una sola es necesaria. María ha elegido la mejor parte, y nadie se la quitará” (Lucas 10, 38-42).
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¡Pobre Marta! El Señor ha llegado de improviso y no se le ha ocurrido otra cosa que correr a la cocina. Enciende el fuego, calienta el agua, amasa la harina… ¿Y su hermana, mientras tanto? Sigilosamente, echa una mirada…, ¿y qué es lo que ve? A María, sentada a los pies del Maestro. ¡Vaya cosa! Y, por supuesto, se enoja. Marta es una mujer de carácter, y los evangelios nos la presentan siempre enfurruñada. Por lo que sabemos, dos veces riñe a Jesús con aspereza: ésta, y cuando muere su hermano Lázaro. “Señor –le dijo en aquella ocasión-, si hubieses estado aquí, no habría muerto mi hermano” (Juan 11, 32). Marta da la impresión de ser una mujer hiperactiva y, por lo tanto, irritable.
Para ella, el amor se expresa con obras. Amar a alguien significa ponerse a servirle. ¡En cambio, María…! Al verla bien sentadita en el suelo, atenta a las palabras del Señor, ya no puede más y explota: “Señor, ¡dile que me ayude!”. Para María, en cambio, el amor es otra cosa: es no tanto ponerse en movimiento cuanto aquietarse para estar con quien se ama. Amar para ella es escuchar, mirar contemplativamente la luz de una mirada, la belleza de un rostro, hacer compañía.
Como ha escrito recientemente el teólogo español José María Castillo, “Marta es la ayuda, y María la escucha. Marta representa el ser-para; María representa el estar-con. Marta es servicio; María es compañía”. Y prosigue, diciendo: “Jesús expresa su clara preferencia por lo que es y representa María. Mucha gente está dispuesta a dar; cada día hay menos personas dispuestas a escuchar… Jesús piensa que lo mejor que podemos hacer en la vida es estar disponibles para la escucha, para dedicar nuestro tiempo, nuestra atención, nuestro interés, a lo que dice la otra persona, a centrar nuestro interés en lo que le interesa al otro o a la otra, lo que le preocupa, lo que desea, lo que espera” (La religión de Jesús).
Hay, en efecto, quienes, como Marta, dan muchas cosas a los que aman, pero casi nunca están con ellos porque están ocupados sirviéndolos. Me decía hace poco un honesto padre de familia:
-Sí, ya lo sé, hoy se habla de integración familiar y todo eso. En el colegio nos dice la psicóloga cada vez que se le tercia la ocasión que debemos pasar más tiempo con nuestros hijos; que es preciso salir con ellos y jugar fútbol o lo que sea en los parques y en los jardines. ¿Y usted cree que yo no querría hacerlo? ¡De eso pido mi limosna! Pero alguien tiene que llevar la comida a la casa, pagar las colegiaturas y los libros…
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Oyéndolo hablar con tal convicción no podría uno osar contradecirlo. Y, sin embargo, nos parece que algo le falta todavía a su amor. Este buen padre da cosas, pero no se da a sí mismo.
Marta se mueve ansiosa en la cocina, mientras María escucha con atención y en silencio. Hay aquí dos actitudes antitéticas, pero que debieran ser complementarias: la de aquella que quiere demostrar su amor haciendo muchas cosas (Marta), y la de la otra, que prefiere quedarse haciendo compañía. Pues bien: el amor es ambas cosas: es agitarse, pero también acompañar; es ofrecer no sólo una buena comida (o buena ropa, o buen colegio, o un buen auto), sino también tener tiempo para estar con los seres que amamos.
En una larga entrevista –a tal punto larga que apenas cupo en un libro de 200 páginas-, le fue hecha a Anselm Grün, el famoso monje benedictino alemán, la siguiente pregunta: “En los Estados Unidos es muy popular actualmente concurrir al psicoterapeuta personal. ¿Se trata de un fenómeno netamente americano, de una moda, o tiene raíces más profundas?”.
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Respondió: “En principio, ir regularmente al terapeuta es seguramente un fenómeno americano. Pero también entre nosotros aumenta. Probablemente este fenómeno tenga sus raíces en la pérdida de relaciones interpersonales firmes. Antes era posible dialogar mucho con el amigo o la amiga, o con un sacerdote en la conversación de ayuda espiritual o en la confesión. En la actualidad ya no es algo tan natural: cada vez tenemos menos tiempo para nosotros y para un buen intercambio. Lo mismo se aplica para la ayuda espiritual, en la cual la actividad ajetreada torna imposible una buena conversación”.
¡Dios mío, cómo me abrió los ojos este breve respuesta! Sí, tal vez el aumento de las enfermedades mentales en nuestras sociedades se deba al sencillo hecho de que no tenemos ya con quien hablar, y entonces pagamos para que alguien se tome el trabajo de escucharnos. No sé, tal vez si hubiese alguien con quien conversar constante y amorosamente, nuestros males psíquicos no serían tan agudos ni tan persistentes.
Agitarse o escuchar: ¿qué es mejor? Las dos cosas, pero si hubiera que elegir una, sería mejor la última que la primera. Así lo dice Jesús. Tener tiempo para el otro, escucharlo contemplativamente, dejarlo todo para estar con Él, sentarse incluso a sus pies: ésta es, sin menospreciar la otra, la mejor de las hospitalidades.
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