En los años 80, el padre jesuita Jorge Mario Bergoglio descubrió en una iglesia de Augsburgo, Alemania, una pintura de una virgen que “desata los nudos”. Quedó tan impactado por su belleza y significado, que decidió llevar estampas con su imagen a su natal Argentina.
En estos tiempos de enfermedad y encierro, de división y enredos, vale la pena recordar el origen de esa imagen que muestra a María desatando nuestros nudos. Aquí la historia.
La primera vez que escuché hablar de la Virgen que “desata los nudos” mi vida se había transformado justo en eso: una maraña imposible de desamarrar. Sin importar lo que hiciera, el centro de mi propia madeja se apretaba con cada paso que daba, provocando que mi visión se nublara. Por más que intentaba insertar las falanges de mis dedos resecos entre esos cordeles de cáñamo oscuro para encontrar un extremo y empezar a deshacer el caos, no lo lograba.
Lejos de eso, mi desesperación apretaba aún más el enredo, provocando un vacío indescriptible en la parte interior de mi ombligo, en donde se encuentra el primer nudo de mi vida que hoy no es más que una cicatriz.
Hasta respirar dolía, como si con cada inhalación ese centenar de cordeles unidos en un solo punto se estirara cada uno en dirección contraria. Una pesadilla de vectores que me laceraba, incluso cuando intentaba guardar la calma.
Supongo que por eso lo de la virgen llamó mi atención. Porque si yo no era capaz de deshacer mis propios enredos, tal vez ella podría ayudarme a hacerlo…
La primera vez que escuché hablar de la Virgen que desata los nudos fue mientras veía un capítulo de la serie Llámame Francisco, en Netflix. En uno de los episodios un jovencísimo Jorge Mario Bergoglio visita una pequeña iglesia en Alemania para orar. Ahí escucha la voz de una mujer que reza en español latinoamericano y se le acerca para conversar. Ella es de Venezuela, y al igual que Bergoglio, se encuentra lejos de casa, lejos de los suyos.
—¿Usted también vino por los nudos? —le pregunta la mujer con un susurro. Bergoglio la mira confundido mientras sus ojos formulan la pregunta obligada: ¿qué nudos?
Al levantar la mirada encuentra un cuadro en la pared con la imagen de una virgen vestida de rojo, un manto azul que cubre sus hombros, y una corona de estrellas alumbrando su cabeza. En sus manos hay un listón; de un lado está lleno de ataduras que se deshacen al pasar por sus frágiles manos.
—Los nudos que la virgen desata —explica la mujer—. Los que todos tenemos: tristeza, miedo, pobreza, trabajo. Uno le reza a la virgen, y ella se los desata. Pero hay que saber rezarle…
La escena tiene lugar en la iglesia de St. Peter am Perlach de la ciudad de Augsburgo, en Alemania. Tras conocer a tan peculiar virgen Bergoglio decidió llevar la devoción por ella a Argentina. Eso sucedió en los años 80, mucho antes de que el sacerdote jesuita fuera elegido Papa. Cautivado por la imagen de esa virgen concentrada en deshacer los enredos de aquellos que la veneran, Bergoglio la llevó a Argentina. Se dice que el sacerdote volvió a su país con varias estampas de Nuestra Señora de Knotenlöserin (como se le conoce a la virgen alemana) para repartirlas entre los fieles y que posteriormente la gente comenzó a venerar en continente americano a la Virgen que desata los nudos.
La imagen que cautivó a Jorge Mario Bergoglio en Augsburgo fue pintada (aproximadamente) en el año 1700.
En la imagen, María trabaja concentrada en deshacer los nudos mientras una legión de ángeles la rodea. Uno de ellos guía el listón anudado hacia sus dedos ágiles y delgados; otro lo recibe libre de ataduras. A los pies de la virgen una serpiente intenta moverse, pero la pisada firme de la mujer se lo impide. En la parte inferior del cuadro se aprecia a un hombre caminando en medio del campo guiado por un arcángel con dirección a una colina en la que se puede apreciar, tenue, la imagen de una iglesia.
El autor de la obra es Johann Georg Melchior Schmittner. Se dice que el artista fue contratado para hacer una pintura para el altar de los Langenmantel, una familia de la nobleza alemana del siglo XVIII. Antes de iniciar y para inspirarse, el artista indagó en el pasado familiar y encontró un trágico nudo de dolor: en el año 1612 Wolfgang Langenmantel y su esposa, Sophie Imhof, estuvieron a punto de divorciarse. Su relación se había llenado de dolor y confusión. La comunicación entre ellos se había vuelto imposible. La única solución parecía ser la separación definitiva. Desesperado el hombre acudió a un sacerdote jesuita llamado Jakob Rem en el poblado de Ingolstadt (a tan solo 8 kilómetros de Augsburgo) para pedirle su ayuda.
En 28 días Wolfgang visitó al sacerdote en cuatro distintas ocasiones para platicar con él. Juntos le rezaban a María, pidiéndole que intercediera en la relación entre marido y mujer. En su última visita Wolfgang llegó al monasterio con la cinta nupcial que su mujer y él utilizaron en su casamiento. En aquel entonces una dama de honor ataba los brazos de la pareja con un listón que simbolizaba la unión indivisible entre los dos. La cinta de Wolfgang y Sophie estaba hecha nudos. El jesuita rezaba en ese momento ante una imagen de Nuestra Señora de las Nieves y al ver la cinta en las manos de Wolfgang la tomó para levantarla ante la imagen de la virgen y deshacer, uno a uno, los nudos, mientras oraba. Al alisar el listón los hombres se sorprendieron: había perdido el color (me gusta imaginarlo morado) y ahora era completamente blanco.
Se dice que Wolfgang volvió sorprendido a su hogar, seguro de que la virgen había obrado un milagro, aunque no imaginaba que el verdadero estaba por concretarse: a partir de ese día la relación entre él y Sophie cambió, y ambos permanecieron juntos hasta que la muerte los separó.
La pintura de Schmittner está basada en la historia de los Langenmantel y durante años permaneció oculta, sobreviviendo entre otras cosas al caos de las guerras en un pequeño convento de los Carmelitas Descalzos, también en la ciudad de Augsburgo.
Desde que inició el encierro derivado de la pandemia, me he acordado cada semana de la Virgen que desata los nudos. Hacemos el pedido al supermercado utilizando una aplicación en el celular, y cada semana me olvido sistemáticamente de pedirle al repartidor en turno que, por favor, no amarre las bolsas de plástico en las que traerá la fruta y la verdura. Durante al menos 30 minutos trato de deshacer, muchas veces sin éxito, esos confusos nudos con los que las bolsas han sido sellados. Cada uno pareciera tener su propia identidad: en algunos casos es fácil intuir por dónde comenzar a descifrarlos solo para descubrir después alguna vuelta inesperada que los complica de nuevo.
Algunos vienen tan apretados que imposible resulta comenzar a tratar de interpretarlos. Otros, supongo, fueron hechos por alguien zurdo y por ende me parecen imposibles de resolver siendo diestro. Algunos —los más complejos— carecen de lógica y por más que los miro y estudio me resigno y acepto que jamás podré entenderlos. Desesperado, tomo unas tijeras para cortarlos y a veces, enfadado, rasgo las bolsas dejándolas inservibles para ser reutilizadas. En esos casos los nudos de alguien más quedan depositados en un bote de basura, olvidados y fuertemente atados.
Al verlos ahí abandonados, pienso en los nudos de mi propia vida: apretados y confusos amarres que resultan imposibles de comprender para los demás, así como los suyos a mí me parecen ilógicos y absurdos.
Porque en mayor o menor medida todos somos nudos. Intrincados y complicados. Y cuando intentamos relacionarnos con los demás, los enredos pueden ser aún mayores. En tiempos de incertidumbre, de miseria, de muerte, de duda y de falsas deidades, corremos el riesgo de mirar a los nudos de los otros con desdén; de no darnos el tiempo para tratar de entenderlos, de descifrarlos, de desatarlos. Más que eso: de pedirles que nos ayuden a desatar nuestros enredos.
Por eso en estos días la imagen de esa preciosa virgen, usando sus manos ágiles para deshacer nuestros nudos me parece perfecta. Indispensable en un mundo habitado por seres heridos, asustados, enredados y encerrados: nosotros, andando en busca de luz y de esperanza. De unas manos amorosas y pacientes que puedan ayudar a liberarnos.
*Eduardo Scheffler Zawadzki es escritor y editor, experto en storytelling. Síguelo en Twitter como @escheffler
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