Algunas veces no nos podemos explicar por qué suceden imprevistos que te desvían del camino que te habías trazado y te obligan a hacer un alto, detenerte y reflexionar qué es lo que Dios te quiere decir a través de ese acontecimiento.
Sucede que en días pasados di un mal paso y en un instante: una caída, un esguince de tercer grado y un “fuera de circulación” y en reposo por varias semanas. Yo tenía mis propios planes, pero los de Dios para mí eran diferentes.
Es incómodo tener que hacer lo que no queremos o no estaba en nuestros planes, pero Dios se vale de estos momentos de nuestras vidas para hacerse presente y como buen pedagogo, darnos una pequeña o una gran lección.
“La cruz es de Dios, y no hay que mirarla, sino acomodarse a ella” nos dice San Francisco de Sales, que también nos recuerda: “La cruz viene de Dios, pero es cruz porque no nos apegamos a ella; porque cuando estamos firmemente resueltos a querer la cruz que Dios nos da, ya no es cruz. Es cruz cuando nosotros no la queremos, y si es de Dios, ¿por qué no quererla?”
Así que la aceptación de las pruebas que Dios nos pone en el camino está en la actitud en que recibimos lo que no nos gusta, o no queremos; como Jesús que le decía a su Padre: “si es posible aparta de mi este Cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya”
Sólo con esa visión sobrenatural de la cruz puede entenderse la alegría con la que viven el día a día quienes sufren grandes pérdidas o enfermedades, y siempre te regalan una hermosa sonrisa.
Pienso en mi joven amiga y su esposo desaparecido hace ya cinco años; y en Rosita, la ancianita bonita y amable que es cerillito de una tienda cercana y padece cáncer en los huesos; siempre sonriente y bendiciendo a las personas que le ayudan. También recuerdo aquella sala de hemodiálisis a la que llegaban los pacientes del turno de mi hermana con la actitud de quien llega a una reunión de amigos muy queridos y no a un molesto tratamiento.
Vivimos con tantas prisas, enfocados en el día a día, en lo que consideramos “importante” que no nos damos el tiempo necesario para observar a nuestro alrededor, para mirar a los demás y sus carencias y necesidades, para apreciar lo que sí tenemos y no nos detenemos a dar gracias; quizá por eso Dios como Padre amoroso decide darnos una oportunidad más.
Un mal paso puede ser cualquier alto en el camino, cualquier acontecimiento que no esperábamos, y aunque no lo entendamos de momento, podemos percibir la acción de Dios en nuestras vidas, que con su pedagogía de la ternura nos detiene para que podamos apreciar nuevos horizontes de esperanza y “cambiar mi corazón de piedra en un corazón de carne” (Ezequiel)
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