Era la medianoche cuando el Arzobispo de México, Francisco Aguiar y Seijas y su comitiva, integrada por capellanes, intérpretes de mexicano y dos notarios, comenzaron a caminar del paraje de Mezcala (en el actual estado de Guerrero) hacia un río cercano. Allí, subieron a unas pequeñas e improvisadas embarcaciones, y después de dos horas de trayecto, llegaron a Polula, eran alrededor de las dos de la mañana.
Un breve descanso fue necesario para seguir el camino rumbo a Tepecuacuilco. A este lugar arribaron después de tres días, exactamente el 24 de diciembre de 1687. El prelado, durante el trayecto de Mezcala a este último lugar, balseó y caminó siempre de noche. La razón era sencilla: nadie podría hacerlo por la mañana en aquellos agrestes y desolados parajes donde lo único cierto era el inclemente sol.
Para Aguiar y Seijas, llegar a Tepecuacuilco era importante porque eso significaba la entrada a la parte sur de la jurisdicción eclesiástica que tenía bajo su cargo, y por lo tanto, la posibilidad de realizar la visita pastoral a ciertas parroquias que nunca habían sido supervisadas por otros prelados, como Coyuca, Tixtla, Chilapa, Iguala y, sobre todo, el puerto de los Reyes Acapulco. Esta última parroquia marcaba el límite del arzobispado por el Sur.
A pesar de su deseo por tocar el puerto, Aguiar, que en ese año contaba con 56 años de edad, tuvo que retornar a la Ciudad México debido a su deteriorada salud que había mermado considerablemente después de cuatro años que llevaba recorriendo en visita pastoral el arzobispado de México.
En efecto, balseando, caminando o cabalgando por “dilatados”, “escabrosos”, “ásperos o “peligrosos lugares de frontera de indios chichimecas” o por donde “amenazaba el enemigo francés o inglés”, el prelado había visitado cientos de parroquias asentadas en su jurisdicción eclesiástica. Jurisdicción que, fundada en 1536, fue elevada al rango de metropolitana en 1546, y que era considerada la más grande, rica y heterogénea del imperio español en América. La más grande porque su límite al norte era Tampico y al Sur, como hemos dicho, Acapulco.
El arzobispo, para recorrer este amplio territorio, había emprendido cinco derroteros: en el primero visitó la sierra alta y baja, pasó por la huasteca y llegó a Tampico entre noviembre de 1683 y junio de 1684; en una segunda visita supervisó las numerosas parroquias del valle de Toluca, entre noviembre de 1684 y abril de 1685. En un tercer derrotero visitó Tepeji y la zona de Querétaro, durante noviembre de 1685 y abril de 1686, y en una cuarta jornada supervisó las parroquias de Chalco y Xochimilco, entre diciembre de 1686 y abril de 1687. La última visita fue la que emprendió hacia Acapulco pero que, como hemos señalado, tuvo que suspender.
La cinco visitas pastorales le permitieron al arzobispo saber cuál era el estado material de cada una de sus iglesias, cuántos ministros había en cada parroquia y cómo era su conducta, de qué orden religiosa eran los eclesiásticos que las administraban (agustinos, dominicos, franciscanos, etc.), cuál era el número de fieles, en qué lengua, además del castellano, administraban los Sacramentos (ya que los fieles del arzobispado hablaban entre otras: mexicano, pame, otomí, matlazinga, olivé, huasteco, etc) cuántas cofradías había y de qué calidad (es decir, de españoles, mestizos, mulatos, indios, etc), qué fiestas religiosas se celebran o qué prácticas realizaban los fieles que se alejaban de los postulados de Trento. Asimismo, a través de la visita, el prelado se enteró cuál era el ingreso del curato y el estado que guardaba el archivo parroquial.
Cada una de estos datos eran diligentemente anotados por los notarios y esta práctica, la de dejar testimonio por escrito, dio origen a los bellísimos documentos que actualmente conocemos como libros de visita pastorales.[1] Para el caso que hemos descrito contamos con cinco libros, uno por cada derrotero, y uno de ellos, por cierto, el que corresponde a su visita a Tampico, es el más antiguo que de éste género se conserva en el Archivo Histórico del Arzobispado de México. Acervo ubicado en el primer piso de la calle Durango 90 de la colonia Roma.
Este bellísimo libro, empastado en pergamino y conformado por 709 fojas escritas en castellano y en letra humanística, es el fiel testimonio del quehacer pastoral de este arzobispo, y constituye una fuente inagotable e inconmensurable de información para la historia de por lo menos de 73 parroquias que en aquellos años formaban parte del norte del Arzobispado de México. 73 parroquias de las cuales 22 estaban a cargo de los agustinos, 20 de franciscanos y 5 de dominicos y donde más de 103 cofradías y 9 hermandades se encargaban del culto y promovían la devoción a diversos santos.
Por cierto, en febrero de 2016, las autoridades eclesiásticas del Arzobispado de México, acordaron la estabilización y restauración de cada foja y de la portada de este sinigual documento. Con esta acción, se buscó preservar este manuscrito que da cuenta, como he repetido muchas veces, de la historia de la Iglesia, que es, en muchos sentidos, la historia de nuestra nación.
[1] Existe numerosa bibliografía sobre las visitas pastorales en la época novohispana. Recomendamos al lector los trabajos de Rodolfo Aguirre, Oscar Mazín, Jorge Traslosheros, Sergio Rosas, Marco Antonio Pérez Iturbe, Jesús Joel Peña, Juan Manuel Pérez Zevallos, Rocio Silva, Ana de Zaballa.
*La Dra. Berenise Bravo Rubio es profesora e investigadora de la ENAH e INAH.
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