Los libros que hablan de sobriedad, de vida tranquila, de regreso a viejas virtudes olvidadas son hoy leídos con avidez. Pienso, por ejemplo, en las obras de Pierre Sansot (Sobre el buen uso de la lentitud, Vivir con simplicidad, etcétera), que en Francia y en Italia han llegado a convertirse en auténticos bestsellers. Oler el pan recién cocido, pasear por un parque solitario a la hora del crepúsculo, degustar un vino viejo bebiéndolo a pequeños sorbos, charlar apaciblemente con los amigos manteniendo apagados nuestros teléfonos celulares, dar forma a una amistad con el mismo cuidado con que los japoneses de antaño daban forma a los mazos de flores: he aquí una serie de actividades reposadas que, a juzgar por sus lecturas, el hombre hiper-moderno echa bastante de menos.

En el fondo, lo que este hombre quiere saber es si hay alguna manera de volver atrás, de recobrar aunque sólo sea una parte de la calma perdida. «Antes la vida era más fácil –escribe Pedro Álvarez en El vivir humilde-, pero no por cómoda, sino por menos complicada». ¿Existe un camino que nos devuelva al paraíso del que hemos sido expulsados por la ansiedad y la alta tecnología? Pregunta capital es ésta, pues, como se sabe, en el reino tecnológico impera un axioma que dice así: «Lo que se ha inventado, no puede desinventarse». Esto quiere decir que no es posible volver al tiempo en el que Internet no existía; a la época en que los aviones eran sólo el sueño de Ícaro; en que para oír música había que recurrir a aquellas mastodónticas consolas que constituyen hoy las delicias de los anticuarios. ¿Significará también que ya no es posible volver al tiempo en el que éramos más simples porque nos conformábamos con poco?

Hace unos días cayó en mis manos un viejo libro de don Alfonso Junco –data el amarillento volumen de 1939, año en que estallaba la Segunda Guerra- cuyo título era La vida sencilla. En él el autor transcribía párrafos y pasajes de un libro más antiguo aún, encontrado por él en un bazar madrileño, en el que un tal Carlos Wagner encomiaba la sencillez de la vida y daba sugerencias prácticas para conseguirla. Transcribo y comento ahora algunos de estos consejos. ¿Quiere usted vivir apaciblemente y con sencillez? Entonces, escuche usted:

Ante todo, es necesario no sucumbir a la fáustica tentación de querer saberlo todo; he aquí lo que escribió Junco citando a Wagner: «Así como no hay necesidad de agotar toda el agua de las fuentes para apagar nuestra sed, tampoco necesitamos saberlo todo para vivir». Vale esta recomendación para aquellos que, queriendo estar al día en todas las cosas, se pasan la vida entre libros y documentos, telediarios y noticieros, de manera que muy raramente tienen tiempo para los demás y casi nunca para ellos mismos. ¡Hay que reencontrar las amistades perdidas y reanudar los lazos rotos! Hay quienes creen que los grandes amores mueren de traición, pero la verdad es que más frecuentemente mueren de olvido, o de descuido.

El segundo consejo se reduce a esto: evitar los pensamientos pesimistas: «Cuando se sabe que un manjar es peligroso para la salud, no se come. Y cuando un cierto modo de pensar nos quita la confianza, la alegría y la fuerza, hay que rechazarlo, seguros de que no es sólo un alimento detestable para el espíritu, sino que es falso… La esperanza más sencilla está más cerca de la verdad que la desesperanza más razonada».

Tercero: hacer concreto nuestro amor a la humanidad. Ya a principios de siglo decía Péguy, el poeta francés, que hay quienes creen que aman a Dios simplemente porque no aman a nadie; de igual manera, habría que decir que hay quienes creen amar a la Humanidad simplemente porque no son capaces de amar con amor sincero a aquellos que separadamente la componen, es decir, a los individuos. «Nos apasionamos por la comunidad –escribe Junco-, por el bien público, por las lejanas desgracias, mientras vamos pisando a los transeúntes, o empujándolos». ¡Pensamos en los lejanos, pero ignoramos a quienes tenemos a un lado! Los jóvenes posmodernos sentados a la mesa en silencio, pero maniobrando su teléfono mientras sus padres le hablan, son una excelente muestra de esta raza abominable.

Cuarto: conspirar a favor de la alegría. «El que se dedica a mantenerla, hace una labor tan provechosa como la del que hace puentes, perfora túneles o cultiva la tierra… Proporcionar un poco de placer, desarrugar las frentes preocupadas, introducir un poco de luz en los caminos oscuros, ¡qué oficio tan verdaderamente divino para esta pobre humanidad!».

Quinto: buscar a los de la misma casa. «Nuestros hijos –prosigue Junco- heredan un mundo que no es alegre… Deje la alegría de ser un género de exportación. Reunamos a nuestros hijos, multipliquemos las fiestas caseras, las recepciones y las excursiones en familia. Elevemos en nosotros el buen humor a la altura de una intuición… No hay nada semejante para comprender bien a un profesor que el haber reído junto a él. Recibid sencillamente, reuníos sencillamente. Veréis el fruto».

Sexto: amar el propio hogar, ese refugio donde el amor encuentra su escondite. «¡Cómo suspiran por el hogar los que lo han perdido! ¡Cómo, los que nunca probaron su acogedora plenitud! Así el norteamericano que conoce apenas el hogar porque en la mañana se dispersan todos al trabajo, a mediodía cada quien toma su lunch en la calle, por la noche cada uno se pasea por su lado… Porque el hombre no es un nómada. Le gusta, sí, salir y vagar; pero le gusta tener donde volver».

Pero me detengo aquí, porque se ha hecho tarde ¿Son válidos estos consejos en el año 2021 así como lo fueron en 1939 y en 1913 (años en que fueron publicados, respectivamente, los libros de Junco y Wagner?). Júzguelo el lector; o, mejor aún, haga la prueba y verá.

 

 

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P. Juan Jesús Priego

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