En un libro de marcados tonos autobiográficos reproduce Curzio Malaparte (1898-1957) -acaso el escritor italiano más leído durante el periodo de entreguerras-, los diálogos, los largos e inolvidables diálogos que sostuvo con su madre enferma poco antes de que ésta entrara en agonía. En aquel tiempo, el famoso autor de La piel residía en París, pero su madre le mandó llamar para que estuviera con ella en sus últimos momentos. El hijo acudió a la cita, estuvo a su cabecera durante varios días y he aquí lo que, entre otras muchas cosas, madre e hijo se dijeron aquella vez:
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–No debes tener miedo de verme morir. Para un hombre, ver morir a su madre es lo más maravilloso que existe.
–Sí –respondió éste–, es quizá una cosa maravillosa, pero es terrible no poder acompañarla.
–¿Quieres decir no poder morir con ella?
–Sí. Esto quiero decir.
La mujer giró la cabeza en busca de una posición más cómoda, miró largamente hacia la ventana, contempló la luna que esparcía su tenue luz sobre los olivares del huerto y dijo por fin:
–Un hombre muere cuando su madre muere. La verdadera muerte de un hombre comienza cuando muere su madre.
–Sí –balbució el hijo–. Es así, y es terrible.
–Todas las madres sabemos esto. En general, una madre no quiere que su hijo la vea morir. Tiene miedo de que su hijo sienta que también él comienza a morir.
–Sí, quizá sea así.
–Pero yo sé –prosiguió la mujer- que este miedo es una cosa maravillosa. Un hombre debe saber estas cosas. Para una madre es una cosa maravillosa que su hijo comprenda que comienza a morir con ella. Estoy contenta de que sepas estas cosas, de que comprendas que comienzas a morir conmigo y que continuarás muriendo conmigo después de que yo haya muerto.
–Sí, quizá sea así.
–La muerte del padre, para un hombre, no tiene importancia. El hijo continúa viviendo como antes, después de la muerte del padre, pero la muerte de la madre es distinta. Un hombre comienza a morir después de la muerte de su madre, nunca antes.
–Sí, posiblemente es así.
–Me alegro de que comprendas ciertas cosas –dijo la madre, sonriente, mientras volvía nuevamente la cara hacia la ventana”.
Pero, ¿es verdad esto? Sí, es la más profunda de las verdades, y porque ya había yo pensado en ello fue que escribí, hace un par de años, un artículo titulado “Elogio de la madre”. Sí, es así: uno muere, o por lo menos empieza a morir, cuando su madre muere. Antes de esta catástrofe, todo tiene solución, todo tiene arreglo. Yo comencé a morir, pues, el 22 de abril de 1993, cuando mi madre murió, y desde entonces no he dejado de hacer otra cosa que morirme aun cuando me vea a mí mismo pensando, leyendo o escribiendo.
Uno muere cuando ha dejado de ser niño, y como para la madre somos siempre niños, aunque nos hayamos vuelto gotosos y calvos, cuando desaparece ella, empezamos a desaparecer también nosotros. A los quince años puede alguien ser un viejo, si a esta edad su madre ha muerto ya. A los veintidós años puede uno convertirse en un anciano si no hay quien nos ame en este mundo con la misma calidad e intensidad con que nos amaba ella.
Sin embargo, tal vez convenga ampliar el horizonte y afirmar que sólo somos jóvenes para aquellos que nos aman. “Uno no ve envejecer a las personas que ama”, afirmó Régine en Todos los hombres son mortales, la imprescindible novela de Simone de Beauvoir (1908-1986). Para aquella anciana que toma el sol en su sillón, su marido no es ese viejo asmático que camina con dificultad y por las tardes se coloca en la cara una mascarilla de oxígeno: para ella, él sigue siendo el amor de su vida, y lo ve como lo veía hace treinta, cuarenta o cincuenta años. Sólo para ella –y únicamente porque lo ama- él no ha envejecido. Lo ve, y lo verá siempre, como lo vio la primera vez: tal es el milagro del amor.
En un relato de Heinrich Mann (1871-1950), un hombre de mediana edad asiste a la repentina agonía de su mujer. Está de pie, a un lado de su cama; la toma de la mano, le da el beso de la despedida y la deja partir. “Faerber –dice el escritor alemán- se despidió tiernamente de la muerta. Le prometió proceder en adelante como si viviese. Y conoció entonces los pequeños dolores de la conmiseración de sí mismo y rompió finalmente en llanto. Acababa de marcharse la última persona que le había visto joven, la última que le llamaba por su nombre. Con su muerte terminó algo que no podía volver a producirse. Ella era la única persona que le era verdaderamente fiel. Era suya en mucho mayor grado que sus hijos. Sí, sus hijos crecerían, verían en él a un hombre viejo”…
Sólo ella, la mujer que acababa de morirse, conocía el secreto de Faerber: que una vez había sido joven, fuerte y bello. La única que podía seguir viéndolo así ya no estaba… Los demás –también sus propios hijos- lo verían de ahora en adelante no según la idealidad del amor, sino según la realidad que los años han deformado.
No, envejecer no es sólo haber asistido a muchas muertes –como dijo alguien una vez-; es haber asistido aunque sólo sea a una muerte: la del único ser que nos amaba con todo el corazón y que no veía en nuestra cara las marcas que dejaba el tiempo.
El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.
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