Cuenta Julien Green en uno de los volúmenes de su diario que, cierto día, él, una amiga y un sobrino de su amiga –de escasos 10 años- fueron al cementerio de París a dejar flores ante una tumba, y mientras él y la mujer recitaban plegarias, el niño observaba las inscripciones de las lápidas vecinas y leía: “Al amado hijo”, “Al entrañable hermano”, “Al nieto querido”. Quedó pensativo, se rascó la barbilla y preguntó:
“Si a los seres queridos los ponen aquí, ¿dónde ponen a los que nadie quiere?”. En su inocente lógica, habría pensado: «¿A qué basurero los habrán arrojado?».
Porque, sepultar ¿no es acaso separar, o, mejor dicho, abandonar?
Comprendemos la perplejidad del niño porque, en el fondo, es nuestra propia perplejidad.
Uno de los personajes de Pabellón de reposo, de Camilo José Cela, monologa así: “A los muertos no se les debería enterrar: es cruel. Se les debería dejar en los verdes y húmedos prados, a la orilla de los alegres riachuelos, recubiertos con un tul o una gasa para que las mariposas no les molesten”.
Del hombre prehistórico casi nada sabemos, salvo que le gustaba pintar búfalos en las paredes de sus cuevas y que enterraba a sus muertos. “Lo que hay de distinto en el hombre respecto a los otros seres… –escribió Hans Georg Gadamer- es que construye sepulturas y a ellas consagra sus sentimientos, sus ideas y su capacidad creadora”.
Sí, lo que distinguió por milenios al hombre de la bestia –hasta que se inventó el lenguaje- es ese afán de guardar a sus muertos bajo tierra, como un tesoro.
Todas las desgracias de Antígona, la heroína griega, ¿no se desencadenaron a partir de que decidió sepultar a su hermano Polinices, muerto en el campo de batalla?
“Sí –dice Antígona-, enterraré a mi hermano. Nadie podrá reprocharme que lo haya dejado librado a las fieras. ¿Me ayudas?”.
Ismena, su hermana –y por lo tanto hermana del difunto- responde que no:
“Antigona, somos incapaces de vencer a los hombres. Los que mandan son más fuertes que nosotras. Que Polinices me perdone, pero no lo haré. Obedeceré al que manda”.
“Haz lo que te parezca –responde-, yo lo enterraré. Porque el tiempo en que estaré con los muertos, es mucho más largo del que estaré con los vivos”.
¡Así, así se habla, mujer! A veces, obedecer al que manda no siempre es lo que Dios quiere. ¡Ay, Antígona, en México también existen Creontes que dicen: “Es preciso obedecer las leyes de los hombres antes que las de Dios”!. Pero tú vas a enterrar a tu hermano, pues sabes a quién es preciso obedecer antes que a los amos de este mundo.
El niño del cementerio tiene razón; la enferma de la novela de Cela tiene razón; todos los que temen la muerte tienen razón: semejante práctica –sepultar a los muertos- tiene mucho de inhumana; y, sin embargo, hay quien daría la vida porque los cuerpos de sus muertos queridos no se descompongan al aire libre y a la vista de todos.
No, sepultar no es separar, ni abandonar: para los cristianos, es sembrar una semilla que dará fruto a su tiempo, que explotará llena de vida a la salida del sol, con la irrupción de la primavera.
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