Quién sabe cómo miraría Jesús a sus discípulos cuando les dijo: “No amontonen tesoros en esta tierra, donde la polilla y la herrumbre echan a perder las cosas, y donde los ladrones perforan los muros y roban. Amontonen mejor tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni la herrumbre echan a perder las cosas, y donde los ladrones no perforan los muros ni roban” (Mateo 6, 19-20).
¿Era severa su mirada? ¿Sonreía con tristeza al horizonte? Pero, ¿y qué significa eso de guardar nuestros tesoros en el cielo? Lo pienso y, a poco, me viene la memoria una historia verdadera que tal vez pueda arrojar a este pasaje un rayo de luz. Una vez, un hombre conocido mío fue a tomarse a la playa unas vacaciones (creo que a Cancún, pero no estoy muy seguro).
Ahora bien, al segundo día de su descanso, mientras tomaba agua de coco al amparo de una sombrilla, vio a lo lejos, en el mar, a una mujer que se ahogaba. La pobre agitaba desesperadamente los brazos y se hundía; agitaba los brazos y gritaba; perdía piso y volvía a gritar.
El hombre del que habló nadó velozmente hacia allá, a pesar –como él mismo lo reconoció ante mí- que no era el mejor nadador del mundo. Llegó hasta ella y ya casi moría él también cuando recordó que con los que se están ahogando no hay que andarse con rodeos y la jaló de las trenzas antes de que ella lo jalara hacia las profundidades del mar: en pocas palabras, le salvó la vida aun a riesgo de perder la suya.
Ya en la playa, siguiendo las instrucciones que había leído por casualidad en un sitio de Internet, preguntó a la mujer: “¿Está usted bien?”. Sí, eso es lo que había que preguntar en tales ocasiones, según podía recordar, y luego añadir: “Tranquila. Ya está usted a salvo”.
-Mas ahora fíjese en esto –me siguió contando el hombre-. Pocos días después de aquel incidente me encontré a esta misma mujer en una fiesta a la que los dos, casualmente, habíamos sido invitados. ¿Y qué cree usted? ¡Que ésta ni siquiera me saludó!
Mi conocido, como era natural, estaba indignadísimo. Y yo, en su lugar, también lo habría estado, y acaso mucho más que él. Pero, ¿qué le vamos a hacer? ¡Los humanos somos así! Hay personas a las que les hemos hecho 999 favores, pero no nos hablan ya porque nos fue imposible hacerles el milésimo.
Puede uno haberle dado la vida a una cierta empresa y después de cuarenta años, ya viejos y achacosos, ver cómo nos echan a la calle a patadas. O haber amado mucho a una persona y ver que ésta, cansada de nosotros, nos dice adiós y prosigue su camino.
En su libro El cuaderno rojo cuenta el novelista norteamericano Paul Auster la historia de una jovencita a la que había salvado la vida tiempo atrás y a la que volvió a ver algunos años después.
¿Viviría acaso eternamente agradecida hacia él? ¡Nada de eso! He aquí, en realidad y para su desilusión, lo que descubrió el escritor: “Era junio y mi hermana y yo habíamos vuelto a la ciudad a pasar unos días. Por casualidad su amiga apareció y nos saludó. Había crecido mucho, ahora era una joven de veintidós años recién licenciada, y debo decir que sentí un cierto orgullo al ver que había llegado a adulta sana y salva.
Sin darle importancia, hice alusión a la noche en que la había sacado de debajo del coche. Tenía curiosidad por saber cómo recordaba su encuentro con la muerte, pero por la expresión de su cara cuando le hice la pregunta era evidente que no recordaba nada. Una mirada vaga. Un leve fruncimiento de cejas. Un encogimiento de hombros. ¡No recordaba nada!”.
Sí, por eso es preciso guardar nuestros tesoros en el cielo. “Guarda en Dios todo lo bueno que has hecho por lo demás; porque, si esperas que éstos vivan eternamente agradecidos hacia ti, ¡menudo chasco te llevarás!
Sólo de Dios espera la recompensa por las buenas obras que hayas hecho en la vida. ¡Sólo de él, no lo olvides! Entrégaselas como un tesoro, para que Él, al final, te recompense pagándote con intereses.
Comentando este pasaje evangélico, escribió San Agustín (354-430): “El bueno pone en el tesoro celestial todas las obras de misericordia hechas en beneficio de los hombres que Cristo redimió y sabe cuán fiel es el Tesorero que allí se lo guarda. No lo ve con sus propios ojos, mas vive sin recelo alguno respecto del tesoro, porque allí no hay ladrón que hurte, ni algareros que invadan, ni ha de ser botín de ningún enemigo desalmado y poderoso que le venza; allí lo tendrá porque lo custodia el Señor todopoderoso; que si los hombres fían sus dineros a la fidelidad de un mayordomo y viven tranquilos, ¿ha de fatigarles a los buenos el cuidado de las misericordias fiadas a tan poderoso Señor? Saben, por ende, los buenos, tener a salvo lo que allí depositan; los fieles otorgan su confianza al poder del Señor. Sabemos, en efecto, que lo guarda Él, y si lo guarda Él no se pierde. Aun acá, ¿tienen los hombres de dinero necesidad de estar viendo la caja, o de tenerlo allí depositado todo y siempre, o bien de sepultarlo y hacer guardia? No lo ven, pero tienen la certeza íntima de que sigue donde lo pusieron. Y a lo mejor ya un ladrón se lo llevó, y en vano se alegra de tenerlo seguro… Pero el tesoro del cielo, estamos seguros del Señor que lo guarda” (Sermón 18, 2-3).
¡Hermosas palabras! Y aún me atrevería a afirmar que se aplican no sólo a nuestras buenas obras, sino, también y sobre todo, a nuestros difuntos queridos: ellos son nuestros tesoros, y los poseemos en el cielo, sabiendo que allí están seguros, pues Dios no dejará que la muerte nos los quite ni que el olvido nos los robe. De los que han depositado en el cielo estos tesoros -sus tesoros- dice San Agustín: Ya no los ven, pero los tienen. ¡Dios mío, cuántas cosas pueden sacarse de un sencillo versículo evangélico! Y todavía se podría sacar más, pero, como se ha hecho tarde, aquí dejamos la cosa.
El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.
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