Según cuenta Gustav Meyrink (1868-1932), el escritor austríaco, un sapo vio caminar a un ciempiés y quedó atónito al ver con qué elegancia movía éste cada una de sus patas. ¿Cómo le hacía para coordinar con tanta perfección sus movimientos? ¡Aquello era un verdadero milagro de perfección y sincronía!

“-¡Ay! –se lamentó el sapo para que el ciempiés lo escuchara-. Yo no brillo ni reluzco. Sólo tengo cuatro patas –sólo cuatro patas- y no cien como tú, ¡oh venerable!”.

Al ciempiés le cayó muy bien el comentario: tanto, que hasta aminoró el ritmo de su marcha.

“-Dime, pues, venerable –continuó el sapo-, ¿cómo puede ser que, al caminar, siempre sepas con qué pie debes comenzar, cuál va a ser el segundo, y después el tercero, cuál llega después como cuarto, quinto y sexto, y si es el décimo el que sigue o el centésimo? ¿Qué es lo que hacen, mientras tanto, el segundo y el séptimo? ¿Se paran o siguen andando? Y cuando llegas a la pata número noventa y siete, ¿debes levantar también la septuagésima? Dime, por favor, a mí, el pobre, el mojado, el resbaladizo que sólo tiene cuatro patas y no cien, cómo le haces, ¡oh venerable!”.

El ciempiés se quedó entonces muy pensativo. En efecto, ¿cómo lo hacía? ¡Ay, nunca se había preguntado él estas cosas! De veras, ¿qué pasaba con la pata número veintiocho cuando movía la centésima? ¿Y qué con la primera cuando lanzaba hacia adelante la penúltima? ¡Dios mío, qué problema! ¿Y cómo explicarle al sapo el mecanismo si ni él mismo, ahora que lo pensaba, podía comprenderlo?

“Y el ciempiés quedó inmóvil, clavado en el suelo, y desde aquel momento no pudo ya mover ningún miembro. Había olvidado cuál de los pies debía levantar primero, y mientras más pensaba en ello, menos podía recordarlo”…

Este cuento de Gustav Meyrink (1868- 1932) se titula La maldición del sapo y es, para mí, uno de los más bellos de la literatura universal.

¿Qué había pasado con el ciempiés? Que hasta antes de encontrarse con el sapo caminaba con garbo y elegancia, pero después ya no supo cómo hacerlo. ¿Qué había sucedido? Que se puso a querer explicar cosas en las que no conviene pensar demasiado; en las que, incluso, no conviene pensar en absoluto.

Hace unos años conocí a un hombre que había gozado de perfecta salud hasta que, mientras cruzaba una amplia avenida, pensó: “¿Cómo respiramos los humanos? ¡Qué misterio!”. Luego intentó seguir mentalmente la trayectoria del aire que aspiraba y la del aire que expelía; pero entonces sucedió una cosa inesperada y fue ésta: que de pronto se apoderó de él una cierta sensación de asfixia. “¡Aire!”, masculló mientras veía venir hacia él miles de automóviles a toda velocidad. “¡Me falta el aire!”. Las piernas se le doblaban y empezó a sudar como un galeote. Antes de que se hubiera hecho esta pregunta respiraba como todos: bastante bien, pero a partir de aquel día ya no pudo hacerlo más, de modo que hasta el día de hoy anda de un médico a otro preguntándoles si no estará mal de sus pulmones.

“Recuerdo que un día –cuenta Romano Guardini (1885-1968) en una de sus Cartas del lago de Como-, cuando descendía las escaleras, en el momento de levantar el pie para colocarlo en el siguiente peldaño, en una fracción de segundo, tuve consciencia de lo que hacía. Me di cuenta al instante de que yo abandonaba la confianza instintiva en el proceso muscular. Sentí que dudaba de mi propia facultad de caminar. Todo esto no es sino una bagatela sin importancia y sin embargo describe con exactitud lo que trato de explicar aquí, a saber: que la vida requiere la protección de la inconsciencia”.

En efecto, hay en este mundo cosas que no debemos saber y por las que no debemos preguntarnos, pues de otro modo lo echamos todo a perder.

Una mujer muy bonita caminaba un día por la vida un poco así como el ciempiés de nuestra historia antes de su encuentro con el sapo. Era sencilla y natural, y esto la hacía sumamente simpática y atractiva. Pero una vez, en una reunión de trabajo, un compañero se le acercó y le dijo: “Es usted bellísima, señorita”.

Como ella se limitara a encogerse de hombros, el compañero prosiguió así su discurso: “¡Oh, no me lo tome usted a mal! Esto se lo digo por dos razones: porque la verdad hay que decirla, y porque tengo un amigo que dirige una revista de modas y me gustaría mucho que usted apareciese en ella”.

A la joven le dio mucho gusto escuchar estas palabras y estaba la pobre que no se lo creía. ¿Era verdad lo que estaba oyendo? Preguntó por el nombre de la revista y, al escucharlo, se alegró todavía más.

A la semana siguiente posó para el fotógrafo, se hizo en cierta medida famosa, y desde entonces dejó de frecuentar a sus viejos amigos. Ya no iba a sus reuniones y, cuando lo hacía, llegaba siempre contoneándose cual si desfilase en una pasarela. Sus ademanes ya no eran espontáneos, sino artificiales y chocantes. Tampoco hablaba ya mucho y aprovechaba cualquier cristal que estuviera por allí cerca para darse una espejeada y cerciorarse de que seguía siendo bella. Desde entonces se fue quedando sola, y cada vez más sola, pues ninguno de sus antiguos camaradas quiso seguir teniendo por amiga a una mujer tan artificial y tan hueca. ¡Ah, la belleza, la verdadera belleza nada sabe de sí misma! Y no debe saberlo tampoco, pues en cuanto lo sepa lo habrá echado todo a perder.

Que el ciempiés escuche al sapo y siga adelante. Su gracia consiste en no saber. Como muchas otras gracias de las que no hablaremos aquí por falta de espacio.

 

El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí. 

 

 

Más del autor: Siempre queda el amor

P. Juan Jesús Priego

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