Cuentan de un ermitaño que vivía en una cueva en el desierto. Cada día caminaba una gran distancia hasta llegar a un pequeño oasis en el qué, después de hacer oración, recolectaba algunas raíces y plantas para alimentarse, y a pesar de la enorme sed, bebía agua del manantial sólo hasta el final, ofreciendo este sacrificio, que Dios recibía con agrado y le compensaba todas las noches con el brillo de un gran lucero.

Un joven de una ciudad cercana, solía esconderse detrás de unas rocas para observarlo por largo tiempo. Poco a poco, el chico fue acariciando la idea de unirse a la vida del asceta, que irradiaba paz, plenitud y alegría.

Un día, el joven se atrevió a pedirle que fuera su maestro para aprender a ser un ermitaño más consagrado a Dios. El hombre lo miró con profundidad, y después de un momento, le respondió: “Me seguirás en silencio y harás únicamente lo que yo haga, si resistes, podrás quedarte, y si no, te marcharás”.

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Antes del amanecer emprendieron el camino; el discípulo, entusiasmado y lleno de alegría, seguía pasos atrás a su maestro. Pasaron las horas y los rayos del sol eran ya insoportables, pero el ermitaño seguía su camino sumergido en la meditación y sin muestras de cansancio, mientras que el joven sentía desfallecer de sed y cansancio.

Fue entonces que a lo lejos, el joven vio un pequeño oasis; las fuerzas le volvieron a las piernas y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no correr en busca de agua, dejando atrás a su maestro. Cuando por fin llegaron, le pareció eterno el tiempo en que el hombre permaneció frente al manantial, hasta que al fin se inclinó a tomar solo un poco de agua con sus manos, para después hacer oración y buscar las raíces.

Después de beber agua hasta saciarse, ambos emprendieron el regreso, pero el maestro estaba triste. Frente al manantial, mientras el muchacho lo miraba ansioso, había tenido que decidir entre tomar agua para que su discípulo no desistiera por sus exigencias o renunciar a su lucero de esa noche. Y se había decidido por la primera opción-

Sin embargo, esa noche el ermitaño descubrió en el cielo los dos más hermosos y brillantes luceros.

En el desierto de desaliento que hoy vivimos, hay quienes con mirada inquieta buscan a aquel que les muestre caminos de esperanza y les ayude a dar sentido a su dolor y sufrimiento. La compasión y la solidaridad deberían ser los signos distintivos del cristiano que sabe que la oración y el sacrificio no son suficientes cuando nuestros hermanos necesitan consuelo, ayuda, comprensión y la palabra que dé alivio y fortaleza.

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“Misericordia quiero, y no sacrificio”, dice el Evangelio, y hoy la vida nos da la oportunidad de vivirla al servicio de nuestros hermanos, de amar sin preguntar, de servir sin excluir y porque sin duda al final de los tiempos seremos juzgados en el amor.

“Esa vez que tuve problemas, ¿fuiste capaz de perder algo de tiempo para cuidarme? ¿Conseguiste, con mi gracia, salir un poco de ti mismo para darte cuenta de mí, que estaba necesitado? ¿Se enterneció tu corazón ante mis heridas, ante mi soledad, ante mi desconsuelo?” Así nos pasará revista el Rey del universo que para salvarnos se hizo cordero”. (Papa Francisco, alocución previa al Ángelus, noviembre 2020)

Consuelo Mendoza García es ex presidenta de la Unión Nacional de Padres de Familia  y presidenta de Alianza Iberoamericana de la Familia.

*Los artículos de la sección de opinión son responsabilidad de sus autores.

Consuelo Mendoza García

Consuelo Mendoza es conferencista y la presidenta de la Alianza Iberoamericana de la Familia. Es la primera mujer que ha presidido la Unión Nacional de Padres de Familia, a nivel estatal en Jalisco (2001 – 2008) y después a nivel nacional (2009 – 2017). Estudió la licenciatura en Derecho en la UNAM, licenciatura en Ciencias de la Educación en el Instituto de Enlaces Educativos, maestría de Ciencias de la Educación en la Universidad de Santiago de Compostela España y maestría en Neurocognición y Aprendizaje en el Instituto de Enlaces Educativos.

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