Jaime Septién
Hay países tocados por la bestia de la dictadura. Uno de ellos es Nicaragua. De la de los Somoza a la de los Ortega-Murillo, el mundo ha sido testigo de la lucha por el poder que involucra al pueblo inocente.
¡Qué perverso es el que, por ganar unos años de mando, sacrifica a su gente! En nombre de una ideología las diferencias se hunden, las posibilidades de una vida buena se agostan, la libertad se pierde entre el barullo y la violencia.
Más de 600 muertos, cientos de presos políticos, cien mil exiliados, es el saldo que, desde abril de 2018 a la fecha, se ha cobrado la dictadura orteguista. Toda la oposición en la cárcel. Y ahora, la persecución a la Iglesia Católica como una consigna.
El mensaje es muy claro: si yo puedo secuestrar, acusar sin fundamento, desterrar o encarcelar a un obispo, puedo hacerlo con cualquier sacerdote y, cuánto más, con cualquier laico. Detrás de las acusaciones contra el obispo de Matagalpa, acusaciones inverosímiles donde las haya, existe este mensaje. Y es que cuando una dictadura se tambalea por el peso de sus horrores, lo primero que se le ocurre es atacar a la Iglesia. Piensan que estos beatos de sacristía no van a reaccionar a sus torpezas.
Stalin preguntaba ¿cuántas divisiones (de artillería) tiene el Papa? La respuesta ha sido la misma siempre (y que deberían atender Ortega y sus émulos de allá y de aquí): ninguna. La “artillería” de la Iglesia se llama oración. Y acción por el bien común. La armada invencible.
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