Columna invitada

Juan Pablo II: superando el formalismo en la vida de la fe

Entre las 5:00 y las 6:00 de la tarde del 18 de mayo de 1920 nació Karol Wojtyla en un pequeño pueblito polaco llamado Wadowice. Antes de los veinte años había perdido ya a sus padres y a sus hermanos. Un joven pobre y aparentemente solo caminaba y rezaba por las calles de Cracovia escuchando el profundo sonido de las campanas.

Dialogando con quien sería su primer consejero espiritual, el laico Jan Tyranowski, descubrió la espiritualidad carmelitana y el amor por san Juan de la Cruz. Rezar el rosario con sus amigos e iniciarse en los caminos de la vida interior le permitió discernir su vocación sacerdotal como llamado propiamente “personal”.

Leer: La Virgen de Guadalupe y Juan Pablo II

Pasados los años, su figura sigue siendo impresionante a pesar de que ha querido ser jaloneada por diversos intereses e intentos de reducción. Juan Pablo II será recordado como un gran Pastor, un enorme intelectual, un maravilloso poeta. Sin embargo, lo más importante, y lo que explica de hecho toda la fecundidad que tuvo en distintos planos, es el camino espiritual que encontró al dejarse educar por la Virgen María y por el misterio de la Misericordia divina. En efecto, Juan Pablo II no se puede comprender sin el totus tuus, es decir, sin su consagración personalísima y total a la Virgen María, y sin el descubrimiento de Jesucristo “rico en misericordia” que perdona, mirándonos a los ojos, toda falla y toda torpeza. Fácilmente esto puede ser trivializado. Pero es de la mayor trascendencia.

La vida espiritual de Karol Wojtyla, fuertemente centrada en la primacía de la gracia y en el carácter personal de Jesús, lo libró de una aproximación formalista de la fe. Para Wojtyla, la fe no se refiere a un “objeto”, a una doctrina o a un concepto, sino a una persona viva que se hace encuentro. En su tesis de doctorado en Teología justamente la controversia que mantuvo con uno de sus sinodales –el P. Garrigou-Lagrange– fue precisamente sobre estas cuestiones.

Asimismo, esta experiencia espiritual tan existencial, tan dialógica, tan centrada en el encuentro entre dos personas, – la humana y la divina -, le permitió luego reflexionar críticamente sobre los peligros del rigorismo y el laxismo en la vida amorosa y sexual de los esposos.

Para Wojtyla la persona es sujeto y relación. Por ello, ya sea estando frente a Dios, ya sea en la vida conyugal, todo debe ser interpretado y comprendido a la luz del amor que, entre otras cosas, prohibe tratar al otro como mero medio y exige que sea respetado como verdadero fin.

Al repasar las páginas de su amplio Magisterio como Papa, Juan Pablo II, una y otra vez, subrayará que el amor de Dios es nuestro origen, nuestra fuerza para caminar a través de la historia, y nuestro destino último. En este punto, nuevamente, sus mejores intuiciones como filósofo y como teólogo serán abrazadas por un enfoque propiamente místico. El fin último del hombre más que un acto intelectual de tipo contemplativo es caracterizado como unión amorosa, como comunión real entre personas.

Muchas más cosas habría que decir de san Juan Pablo II. Sin él sería imposible entender a Benedicto XVI y a Francisco. Quienes los contraponen, en el fondo, ideologizan al Papa polaco. Lo esclerotizan. Nada más vital y fecundo que mirar la vida interior como un continuo volver a la Persona de Jesús para desde esa “vuelta” crecer en paciencia, caridad y perdón para con todos.

 

*El autor es doctor en filosofía, miembro del Equipo Teológico del CELAM, miembro de la Academia Pontificia por la Vida, fundador del CISAV.

Rodrigo Guerra

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