El beato Sebastián de Aparicio fue un empresario carretero que no sabía leer ni escribir, pero llegó a ser inmensamente rico en dinero gracias a su olfato comercial. Llegó de España a México y se quedó a vivir en Puebla desde 1531. Junto con un amigo carpintero abrió una de las primera empresas de transporte en América. Llegó a tener una flota de carretas que circulaban entre México y Zacatecas, cuando allá se descubrieron las minas de plata.
Con 70 años, Aparicio “el rico”, descubrió su verdadera vocación: la de consagrado. Su confesor le propuso que ayudara a las hermanas clarisas y Sebastián no sólo les dio dinero, sino que además se puso a su servicio como portero y mandadero. A finales de 1573 donó a las religiosas toda su fortuna, cuyo valor rondaba los veinte mil pesos, y él sólo se reservó mil pesos por consejo de su confesor por si no perseveraba. Al año siguiente tomó el hábito franciscano y se dedicó a los trabajos más humildes, como barrer y cocinar.
“Dichosos los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos”, enseñó Jesús. Aparicio descubrió que en la vida existía una felicidad que no proporcionan las riquezas materiales: una felicidad que se encuentra solamente en el encuentro con Jesucristo, y en el compromiso de dar la propia vida por amor a él y a los hermanos. Siendo muy rico en dinero, aquel transportista se hizo un verdadero pobre de espíritu al colocar esa riqueza en un plano inferior. Abrazando la virtud de la humildad, aprendió a desconfiar de sus propias fuerzas y a ponerse en actitud de un mendigo que constantemente implora de Dios la limosna de la gracia.
Hoy en México, cuatro de cada diez personas viven en situación de pobreza. Las cifras siempre nos interpelan para luchar por una vida más digna para todos, y hemos de esforzarnos siempre para combatir la pobreza social. Pero debemos estar atentos a cierta clase política que maneja muy astutamente el discurso de los pobres. Quienes hicieron las revoluciones contra los ricos en sus países, una vez que llegaron al poder se convirtieron en los nuevos ricos y acabaron explotando a la clase trabajadora. Los Castro, los Kirchner, los Maduro, los Ortega y otros muchos son ejemplo. Dicen amar a los pobres pero sólo para mantenerlos en la pobreza, alimentándoles el sueño de que un día saldrán de ella; pero sabiendo que si se acaba la pobreza y crece la clase media, estos políticos perderán las elecciones porque los pobres votarán por otro partido.
En las Sagradas Escrituras se habla de ayudar a los pobres, pero nunca de hacerse pobres voluntariamente. Pero cuando en la tierra se hizo presente el Reino de los cielos con la llegada de Jesús de Nazaret y se escribió el Nuevo Testamento, millones de personas que han seguido al Señor encontraron un motivo superior para estar dispuestos a renunciar a todo, incluso a la misma vida, si fuera necesario, con tal de no perderlo a Él. Aunque resulte escandaloso e irrisorio para nuestros tiempos, el Evangelio nos sigue invitando a la pobreza elegida libremente como estilo de vida.
Hay personas que optan por una pobreza radical porque se sienten llamadas por Dios. Así lo hizo san Francisco de Asís o Benito José Labré quien es patrono de los mendigos. No todos estamos llamados a ello, pero sí estamos llamados a hacer algo que se llama vivir en sobriedad, en moderación, a decir “no” al derroche ni al consumismo, ni al lujo desenfrenado, lo cual insulta a los más marginados. Todo esto no es más que practicar la bella virtud de la templanza.
Los padres de familia que son sabios enseñan a sus hijos a ser templados. No les cumplen todos sus deseos. Cuando su hijo les pide que le compren un teléfono móvil, una tablet o un AppleWatch, saben decirles que por ahora no pueden hacer ese gasto. Si el niño pregunta por qué no puede jugar videojuegos todo el tiempo que él quisiera, no temen decirle que primero debe hacer sus tareas, o simplemente que no quieren que se convierta en un caprichoso. Así les enseñan la virtud de la templanza, es decir, la moderación y el orden en el uso de los bienes materiales, ser dueños de sí mismos, a poner orden en sus gustos y deseos, a ordenar su afectividad y sensibilidad.
Observemos bien las bienaventuranzas del Evangelio y démonos cuenta de que casi todas se relacionan con la templanza. Sin templanza no podemos ver a Dios, ni ser consolados, ni heredar la tierra y el cielo, ni soportar la injusticia con paciencia. Muchas veces hacemos el mal que no queremos, o se nos van injertando adicciones al alma que pueden durar años y años –alcohol, drogas, sexo, juego o redes sociales– porque nunca aprendimos a defendernos de nosotros mismos. Es buenísimo saber decir a los hijos “no” a muchos de sus deseos. Enseñarles a tener victorias internas es hacer que brote la paz para sus corazones.
No es la abundancia de los bienes materiales la que nos excluye del Reino de los cielos, sino el mal uso que podemos hacer de ellos. Darles a los hijos muchas cosas, demasiadas cosas, es crearles necesidades inútiles y artificiales que van creando costumbre en ellos, les van sofocando valores profundos y los hacen esclavos de la necesidad. Decía un sabio: “la felicidad no consiste en poder satisfacer todas las necesidades sino en tener las menos necesidades posibles para satisfacer”.
El deseo de ver a Dios es lo que hemos de cultivar en la vida. Al contemplar a Dios en la vida futura tal como él es en sí mismo –el océano de amor entre las tres divinas Personas–, se descorrerá el velo que nos oculta ahora tantos misterios indescifrables. Esa maravillosa visión será proporcional a nuestro deseo de Dios, a nuestra humildad y sobre todo a nuestra caridad.
Que la sencillez y la sobriedad del mismo Cristo que se queda en la pobreza de un pedazo de pan, nos inspire a buscar la sencillez y la sobriedad en nuestro estilo de vida.
*Los artículos de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
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