Doce de enero, diez de la mañana. Él camina con paso apresurado y sin voltear hacia ninguna parte: se le ha hecho tarde. De un tiempo a esta parte, siempre se le hace tarde. ¡Pero no es culpa suya si no duerme bien! ¿Qué tendría que hacer para conciliar el sueño a las once de la noche y no, como le estaba sucediendo ya con demasiada frecuencia, a las tres de la mañana? Mientras caminaba, se entretenía buscando la razón que explicase estos insomnios que antes no padecía y que ahora eran en él casi habituales, mas no lograba encontrarla.

Caminaba por el centro de la ciudad dando grandes zancadas y con una carpeta de cuero bajo el brazo: una de esas carpetas en la que solemos llevar a la oficina únicamente lo esencial. Sus zapatos no estaban lustrados, ni su cara afeitada. De pronto, al cruzar la Plaza de Armas, Enrique sintió lástima de su pobre vida. Con una mirada rápida y al mismo tiempo distraída vio a la gente que se agitaba a su alrededor y descubrió con horror que nada significaba para ella. ¿O qué significaba? ¿Y qué pasaría, por ejemplo, si en ese mismo instante cayera al pavimento, víctima de un infarto? Nada, no pasaría nada. A lo mucho, sólo se arremolinarían en torno a él unas diez o doce de personas que moverían tristemente la cabeza –pensando, más que en él, en ellos mismos- y vendría pitando una ambulancia de la Cruz Roja que lo engulliría a la vista de todos para desaparecer con igual prisa tres minutos después. Luego, todo volvería a la normalidad. Estaba solo. Nadie pensaba en curar su soledad. Nadie seguía con atención el rumbo de sus pisadas. ¡Ah, si se encontrara una mujer que lo quisiera!…

Ahora que lo pensaba mejor, ya sabía la razón de esos insomnios: la soledad. En el fondo, le daba miedo el silencio de su casa y no se iba a la cama sino hasta bien pasada la medianoche. Entonces leía un poco. Pero no porque le interesara especialmente nada, sino para postergar el momento en el que tendía que apagar la luz y cerrar los ojos.

Cuando Enrique pasó frente a la puerta principal de la Catedral eran las diez de la mañana con cinco minutos.
. . .

Elvira era una mujer que se consideraba a sí misma fea, y la ropa que se había puesto esta mañana no le prestaba grandes servicios. ¿Por qué se había comprado esa blusa amarilla y floreada? Intentaba recordarlo. ¡Ah, sí, porque la había encontrado a muy buen precio en una canastilla de ofertas! En realidad, había sido sólo por eso.

De pequeña, ahora que lo recordaba, habría sufrido incesantemente la burla de sus compañeros en la escuela. Ahora a esto se le llamaba bullying, pero en sus tiempos este acoso aún no tenía un nombre tan cosmopolita y altisonante. Ayer por la noche, antes de dormirse, había leído un artículo acerca del acoso infantil, pero más que un ensayo parecía haber leído su propia biografía. Sus ojos se le llenaron de lágrimas. Ella era ese Alejandro, esa Marina y ese Pedro del que hablaba la autora con tanto pesar. ¿No había sido ella, en fin, una criatura acosada? Pocas eran las mañanas en las que sus vecinos de pupitre no se burlaran de ella, ora por las trenzas que solía hacerle su mamá, ora por la manera en que pronunciaba la letra ese y que parecía un tenue silbido. Pero aunque hubiese pronunciado la ese de manera correcta, igualmente sus vecinos de banco se habrían burlado de ella: todo lo que hacía les causaba risa. Hasta el día de hoy, si veía a dos hombres o a dos mujeres riéndose por alguna cosa, ella echaba a correr, temiendo lo peor.

Es verdad, por lo demás, que el espejo no le devolvía, a la hora de consultarlo, una imagen del todo desagradable, pero tampoco estaba segura que con ese rostro pudiera hacer grandes cosas en la vida.

Hasta el día de hoy, nadie le había dicho que la quería, y nadie, tampoco, había perdido el sueño por ella. Lo perderían por otras cosas, pero no por ella. Elvira pertenecía –o al menos creía pertenecer- a la raza de las que no gustan. Se dijo a sí misma, mientras pasaba por el frente de la Catedral: “¡Pobre de mí!”. Y se miró la punta de sus zapatillas. Cuando hizo esto, eran exactamente las diez de la mañana con cinco minutos.

. . .

Enrique y Elvira no se vieron: él miraba hacia adentro; ella, hacia abajo. A las diez de la mañana con cinco minutos del doce de enero de aquel año hubiera podido nacer algo entre los dos. Pero no nació, porque sus miradas seguían direcciones distintas. Nunca nacerá nada de estas dos soledades que se encontraron, a la misma hora, en el mismo punto de la ciudad. Escribió el escritor Argentino Eduardo Mallea (1903-1982) en uno de sus relatos: “¡Infinito el destiempo que preside los encuentros humanos! Uno se imagina un universo dramático de horarios confundidos, lleno de gentes que chocan extraviadas”…

El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

P. Juan Jesús Priego

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