En la historia de México nunca se había realizado una manifestación popular en la que participará más de medio millón de personas en cien ciudades del país. Eso ocurrió el pasado 26 de febrero donde la ciudadanía se tomó las plazas públicas, para manifestar su rechazo a la reforma electoral anticonstitucional aprobada por Morena y sus aliados.
La reacción de una ciudadana conciente e informada abre un nuevo capítulo de la historia mexicana, que, entre otras cosas, se ha caracterizado por la escasa participación ciudadana en el espacio público. Las organizaciones de la sociedad civil en Estados Unidos rondan en los 3 000 000 y en poco más de 1 000 000 en Alemania y Francia contra no más de 50 000 en México.
A eos se añade el escaso nivel de participación de las y los ciudadanos en las organizaciones de la sociedad civil en México al compararse con la de los ciudadanos de esos países. Un ciudadano promedio de la Unión Europea (UE)y de Estados Unidos participa entre cuatro y seis organizaciones y en México no llega a una.
En nuestro caso las razones de la no participación tienen una base cultural. Desde el seno de las familias se promueve que sus miembros no participen porque eso causa problemas. Está cultura se refuerza con los escasos o francamente nulos espacios de participación desde las estructuras de gobierno en sus tres ordenes; los municipios, los estados y la federación.
La extraordinaria movilización ciudadana a nivel nacional, del pasado 26 de febrero, rompe con una traba cultural que invita a la no participación. Muchas de las personas que se manifestaron lo hicieron por primera vez en su vida. Esta experiencia, que resulta novedosa, les ofrece una nueva posibilidad de ser ciudadanos; la de actuar manifestando sus ideas y posiciones.
La Iglesia católica debe hacer su propio análisis de lo que para ella significa esta movilización y las conclusiones que obtiene para animar su trabajo pastoral. Un gran servicio que puede presta la Iglesia católica al país es crear conciencia de la importancia que tiene la participación ciudadana en los asuntos públicos.
Y también, en la medida de sus posibilidades, educar en la virtud ciudadana de expresar lo que se piensa y estar abierto al diálogo con los que no piensan como uno.
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