Los rarámuris tienen sus propias costumbres religiosas: danzan cuidadosamente para establecer conexión con sus dioses, con Onóruame, “Nuestro Padre”, o Iyerúame, “Nuestra Madre”. Beben tesgüino y pinole para tener fuerza. Los domingos se reúnen para escuchar el “rezo del mestrdi”.
Pero también tienen una gran cercanía con los jesuitas. Confían en la labor que los misioneros de la Compañía de Jesús han realizado de manera de constante desde hace más de 100 años, no sólo para evangelizar, sino para acompañarles en la atención a sus necesidades, olvidadas desde hace décadas por autoridades, y acalladas por depredadores muy terrenales.
Han aprendido a sincretizar las dos culturas.
Es en esa parte de la Sierra Tarahumara donde hoy el dolor y la indignación crece y llega hasta El Vaticano, al corazón del Papa Francisco, el primer Pontífice jesuita en la historia, quien en la audiencia del miércoles hizo mención a la violencia que arrebató la vida de los sacerdotes Javier Campos S.J. y Joaquín César Mora S.J.
“Expreso mi dolor y tristeza por el asesinato del otro día de dos religiosos, hermanos míos jesuitas, y un laico. ¡Cuántos asesinatos en México! La violencia no resuelve los problemas, sino que sólo aumenta los sufrimientos innecesarios”, dijo el Papa.
El lunes, los padres dieron su vida en el intento de proteger a otra persona de Cerocahui, un pueblo del Municipio de Urique, en Chihuahua, enclavado en la sierra y con poco más de mil 100 habitantes. Los misioneros y Pedro, un guía de turistas, fueron víctimas de esa violencia que en cinco años ha provocado el desplazamiento de más de 500 tarahumaras o que hayan cambiado, en gran parte de la zona, el cultivo de maíz por el de amapola.
Los tres fueron asesinados en el interior del templo de San Francisco Javier, edificado a finales del siglo XVII por el evangelizador Juan María de Salvatierra, destruido tras la salida de la misión jesuita hacia 1767, y reconstruido el siglo pasado cuando retornaron los misioneros.
Ellos sabían que es una región convulsa, violenta, donde la actividad cotidiana disminuye a ciertas horas del día; trabajaron por la población y para la construcción de fe y esperanza, siempre acorde a las enseñanzas del fundador de los jesuitas, San Ignacio de Loyola.
Esa vocación de los sacerdotes, a quienes sus amistades llamaban con respeto y cariño El Gallo y Morita, llevó a que su vida la dedicaran a amar y servir a una de las comunidades indígenas más abandonadas, la de los pies ligeros.
No puede haber ligereza en la respuesta al desafío de justicia implícito en el crimen.
*Salvador Guerrero Chiprés (@guerrerochipres) es Presidente del Consejo Ciudadano para la Seguridad y Justicia de la Ciudad de México.
Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
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