Mi pueblo natal está celebrando sus fiestas a la Virgen de Belén, nuestra patrona. Con tal motivo, hay cosas bellísimas, que no se deben perder, y otras muy lamentables.
La fiesta del pueblo es ocasión para celebrar la fe de nuestros padres y para que las familias se reúnan y convivan alegremente. Vienen los paisanos que radican en los Estados Unidos y refuerzan sus raíces culturales y religiosas. Se espera esta fiesta para bautismos y otros sacramentos. Todo el pueblo coopera con los gastos para cohetes, música, alimentos para los visitantes, celebraciones religiosas y espectáculos. Sobra comida para todos durante cinco días. Vienen los pueblos vecinos en peregrinaciones, como signo de comunión en la fe. El templo de adorna en forma espléndida con orquídeas, tulipanes, anturios y una gran variedad de flores naturales, cultivadas aquí y en otras partes del país por una familia del lugar. Hay mayordomos encargados de organizar todo, elegidos por el pueblo y que asumen su servicio como una forma de pertenencia afectiva al pueblo, aunque radiquen fuera del país. Hay castillos pirotécnicos, jaripeos, conjuntos musicales, artistas que le cantan a la Virgen, bandas de música y mariachis, danzas, mucha participación en las Misas, presencia del obispo diocesano, visita de sacerdotes nativos del lugar y anteriores párrocos, juegos mecánicos, ventas de todo tipo, etc. Se nota que hay dinero, que hay trabajo, que hay estrenos, que hay recursos económicos. Todo esto es muy hermoso y ojalá no se pierda.
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Por el lado contrario, ¡cuántos borrachos! Es triste ver a muchos paisanos que se exceden en bebidas embriagantes, que presumen de ofrecer a los visitantes las mejores marcas, que insisten a todos que beban cuanto quieran. Duele mucho ver a jovencitas tomando sin control, junto con muchachos con no siempre buenas intenciones. Presumimos de que la nuestra es una de las mejores fiestas de la región, por la cantidad de cohetes y por los conjuntos musicales. Sin embargo, muchos no se confiesan y su vida no cambia. Cuando pedimos que se destinen algunos de los recursos recaudados para alguna obra social, para ayudar a personas pobres, hay rechazo e incomprensión. Como cuando pedí, en otra parte, a los encargados de las fiestas a la Virgen de la Merced que nos ayudaran con una pequeña cantidad de diez o quince mil pesos para pagar la fianza de un preso y saliera libre, durante años se me criticó y nada hicieron, pero con el tiempo lo asumieron y en la Misa del 24 de septiembre participaban los presos liberados.
Es muy laudable la decisión tomada por la diócesis venezolana de San Cristóbal, con su obispo Mario Moronta, de suspender las tradicionales fiestas en honor del mártir San Sebastián, por los suntuosos gastos que hacen instancias gubernamentales con el pretexto religioso, siendo que hay gravísimas carencias de alimentos, medicinas, electricidad, gas doméstico e incluso de gasolina, siendo un país petrolero, pero mal administrado. Son decisiones extremas, pero dignas de aplauso. Eso es profético; es una denuncia contra el sistema, contra la manipulación de las fiestas religiosas.
El Papa Francisco, en su Carta Aperuit illis sobre el Domingo de la Palabra de Dios, nos advierte: “Es necesario no acostumbrarse nunca a la Palabra de Dios, sino nutrirse de ella para descubrir y vivir en profundidad nuestra relación con Dios y con nuestros hermanos. La Palabra de Dios nos señala constantemente el amor misericordioso del Padre que pide a sus hijos que vivan en la caridad… Escuchar la Sagrada Escritura para practicar la misericordia: este es un gran desafío para nuestras vidas” (Nos. 12 y 13).
Ya antes, en Evangelii gaudium, nos había dicho: “La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la gloria humana y el bienestar personal. Es lo que el Señor reprochaba a los fariseos: «¿Cómo es posible que creáis, vosotros que os glorificáis unos a otros y no os preocupáis por la gloria que sólo viene de Dios?» (Jn 5,44). Es un modo sutil de buscar «sus propios intereses y no los de Cristo Jesús» (Flp2,21). Toma muchas formas, de acuerdo con el tipo de personas y con los estamentos en los que se enquista. Por estar relacionada con el cuidado de la apariencia, no siempre se conecta con pecados públicos, y por fuera todo parece correcto. Pero, si invadiera la Iglesia, sería infinitamente más desastrosa que cualquiera otra mundanidad simplemente moral” (No. 93).
Apreciemos las expresiones populares de nuestra fe, respetémoslas y acompañémoslas, pero ofreciendo siempre la Palabra de Dios en su integridad, para que las fiestas patronales no sean expresión de mundanidad, sino de fe sólida y de solidaridad con los más necesitados.
*Monseñor Felipe Arizmendi es Obispo Emérito de San Cristóbal de las Casas y responsable de la Doctrina de la fe en la Conferencia del Episcopado Mexicano.
Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
Este artículo se publicó originalmente en Zenit
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