Jaime Septién
En tiempos de pandemia volvimos el rostro a la riqueza de la familia. Los papeles cambiaron. Quienes más, quienes menos, volvimos a mirar al otro. A sus quehaceres.
El trabajo doméstico –por el confinamiento—reavivó su importancia. Lo que decía Chesterton: la familia tornó a su esencia: ser una “fábrica de humanidad”.
En una fábrica, todos los elementos son importantes. Si falla uno, el proceso se quiebra. Lo mismo ocurre en una familia, un sistema abierto donde los elementos que lo forman se afectan recíprocamente. En la fábrica se producen objetos y en la familia se generan personas.
El ingrediente primordial para que los miembros de la familia cambien la realidad en la que viven y vuelvan al mundo un poco más respirable de lo que lo encontraron, es el amor gratuito.
Así lo vio el autor del Código de Hammurabi (1750 años antes de Cristo) en Babilonia. En este Código hay 68 secciones sobre la familia (que cubren el adulterio, el concubinato, el abandono, el incesto, el divorcio, la adopción, la herencia) por solo 20 secciones que cubren la propiedad, 40 secciones sobre el comercio y 10 secciones sobre los salarios…
Desde el siglo octavo antes de nuestra era, ya se veía con suma claridad que proteger a la familia (y el trabajo dentro de la familia) era proteger a la humanidad. Proteger la civilización.
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