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La semana pasada, en la Cámara de Diputados, una diputada transexual, usando ropajes semejantes a los que usamos los obispos, como una forma de llamar la atención, pero que en el fondo nos ofende y nos ridiculiza, presentó una iniciativa para adicionar algunos párrafos a los artículos 8 y 29 de la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público, para que se nos prohíba a los ministros de culto difundir nuestras creencias sobre la homosexualidad, como si nosotros alentáramos odio y repulsión hacia las personas con esas tendencias. Propone este cambio al artículo 8: Las asociaciones religiosas deberán… abstenerse de proferir discurso de odio, entendiéndose por estos los que se caracterizan por expresar una concepción mediante la cual se tiene el deliberado ánimo de menospreciar y discriminar a personas o grupos por razón de cualquier condición o circunstancia personal, étnica, social, orientación sexual, identidad y/o expresión de género. En el mismo sentido va su propuesta para el artículo 29 de dicha ley.

 

Sin embargo, la misma Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público nos autoriza a compartir nuestras creencias, basadas en la Biblia, en el Código de Derecho Canónico, en el Catecismo de la Iglesia y en los documentos del Magisterio eclesial. Dicha ley, por tanto, nos autoriza a proclamar lo que sostiene muestra fe, inspirada en la Palabra de Dios, que no está sujeta a modas y presiones. No promovemos el odio y la discriminación hacia las personas homosexuales, pero dejamos muy en claro el plan de Dios. Y no somos dioses para cambiar ese plan.

 

Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: La homosexualidad designa las relaciones entre hombres o mujeres que experimentan una atracción sexual, exclusiva o predominante, hacia personas del mismo sexo. Reviste formas muy variadas a través de los siglos y las culturas. Su origen psíquico permanece en gran medida inexplicado. Apoyándose en la Sagrada Escritura que los presenta como depravaciones graves (Cf. Gn 19, 1-29; Rm 1, 24-27; 1 Co 6, 10; 1 Tm 1, 10), la Tradición ha declarado siempre que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados. Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso (2357).

 

Un número apreciable de hombres y mujeres presentan tendencias homosexuales instintivas. No eligen su condición homosexual; ésta constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba. Deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta. Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida, y, si son cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del Señor  las    dificultades  que  pueden  encontrar  a  causa  de  su  condición (2358).

 

Las personas homosexuales están llamadas a la castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismo que eduquen la libertad interior, y a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada, de la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana (2359).

 

En otras palabras, Dios nos creó hombre y mujer, y debemos respetar lo que Dios hizo. Eso debe quedar muy claro. Pero Dios no nos invita a despreciar y ofender a quienes tienen tendencias contrarias al plan de Dios.

 

Actitudes irrespetuosas manifiestan también algunas personas que promueven el aborto, por lo que a veces se tienen que blindar con vallas las catedrales e iglesias. O los familiares de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa, que protestan con derecho para saber la verdad, pero algunos lo hacen en forma tan violenta, que destruyen y dañan lo que más pueden. Es una actitud muy diferente a la de los familiares de los 45 indígenas católicos asesinados en Acteal en 1997; siempre manifiestan su inconformidad con las autoridades que dejaron en libertad a autores confesos, sólo por fallas en el procedimiento. Protestan y hablan, pero no destruyen todo a su paso. Igualmente, los zapatistas, en su mítines y marchas protestan contra el gobierno y los sistemas injustos, pero siempre lo hacen en forma pacífica, nada destruyen ni dañan a su paso.

 

Discernir

El Papa Francisco, en su reciente viaje a Kasajistán, participando en un encuentro mundial de religiones de todo tipo, dijo ante las autoridades civiles: “La Constitución de Kazajistán, al definirlo laico, prevé la libertad de religión y de credo. Una laicidad sana, que reconozca el rol valioso e insustituible de la religión y se contraponga el extremismo que la corroe, representa una condición esencial para el trato equitativo de cada ciudadano. Las religiones, en efecto, mientras desarrollan el rol insustituible de buscar y dar testimonio del Absoluto, necesitan la libertad de expresión. Y, por tanto, la libertad religiosa constituye el mejor cauce para la convivencia civil.

La tutela de la libertad, aspiración inscrita en el corazón de todo hombre, única condición para que el encuentro entre las personas y los grupos sea real y no artificial, se traduce en la sociedad civil principalmente por medio del reconocimiento de los derechos, acompañados de los deberes. Es importante garantizar la libertad de pensamiento, de conciencia y de expresión, para dar espacio al rol único y equitativo que cada uno ocupa en el conjunto” (13-IX-2022).

Actuar

Con nuestra oración y con nuestra palabra oportuna, ayudemos a que nuestros legisladores sepan discernir lo más acorde a la dignidad humana de todos los ciudadanos, de cualquier tendencia, pero también educarnos para respetar nuestras diferencias y no ofendernos, y evitar destruirnos unos a otros. Vivamos en paz social, en verdad y justicia.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

 

Card. Felipe Arizmendi Esquivel

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