Jaime Septién
Se suele decir que no hay peor ciego que aquel que no quiere ver (teniendo el don de la vista, claro está). Lo mismo puede decirse del oído. No querer escuchar al otro se ha convertido en un deporte genuinamente mexicano. Nuestra sordera —como nuestra ceguera— nos impide aquilatar al que piensa diferente. Bernanos lo decía con claridad: “El verdadero odio es el desinterés y el asesinato perfecto es el olvido”. Quizá habría que aumentar al catálogo bernanosiano que la aniquilación del prójimo es el desprecio.
Odio, asesinato, desprecio son los tres grandes invitados a las redes sociales. Basta leer —si se tiene un poco de estómago— los comentarios a las columnas de opinión en periódicos nacionales. Son la muestra perfecta de una conversación de sordos, donde basta una palabra amable para descargar la furia de los “comentaristas”. Umberto Eco llamaba a este ejercicio deletéreo, “la dictadura de los imbéciles” en la que vale lo mismo la opinión de un Premio Nobel que la de un violador (en términos de “likes”, se la lleva de calle la del violador).
La sordera vital, la decisión de no escuchar lo valioso que encierra el otro, nos han llevado al callejón oscuro donde se encuentra México. Nada saldrá de esta acre actitud. El presidente lo sabe. Lo saben sus acérrimos seguidores; lo entienden sus empalagosos corifeos. ¿Lo sabemos nosotros?
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*Los artículos de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
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