"Un hombre lleno de caridad y paciencia evangélicas": amigo del Papa
Entramos a la Domus “Santa Martha” por la noche. Todo era igual y todo era distinto. Había fila para ingresar a la capilla. Esperamos unos cuantos minutos y de repente, ahí estaba: el féretro con el cuerpo de Francisco. Sus dedos se percibían rígidos, pero su rostro era el de un hombre dormido.
Fue un amigo entrañable y un verdadero padre que me acompañó en los momentos de prueba. Era cálido, bromista, de inteligencia despierta, y sin duda, un hombre lleno de caridad y paciencia evangélicas. Lo conocí en la prehistoria, allá por 2006. Nos encontramos, luego, en el año 2007 durante los trabajos de “Aparecida”.
Posteriormente, nos unimos aún más, cuando se suscitó la controversia en torno a “Amoris laetitia” y respondí a las “dudas” de algunos cardenales. Conoció bien cómo los sectores ultra-conservadores e integristas me acusaron de “progresista”, “modernista” y otros adjetivos. Luego, vendrían críticas en sentido inverso. En aquella situación y otras posteriores, me solía decir: “a mí me tocan los golpes en la cara, y a ustedes en los costados”.
A través de los años, la relación epistolar se fue incrementando. Yo le compartía alguna preocupación, a veces personal, a veces eclesial, y él me daba su opinión, escrita a mano, con su letra pequeñita. Hoy releo algunas de esas cartas y me estremece su caridad y su agudeza. Siempre pastor, siempre cercano.
Me impresionó muchísimo cómo detestaba ese conservadurismo extremo que deriva rápidamente en rigorismo pseudo-ortodoxo, en actitud moralista y en opción política de extrema-derecha o “nueva derecha”. Simultáneamente, era impactante cómo tampoco simpatizaba con los progresismos de inspiración gnóstica o pelagiana que desactivan la dimensión sobrenatural del acontecimiento cristiano y lo vuelven una propuesta banal, aparentemente “moderna”, pero insustancial por anodina.
Que el Papa Francisco fuese criticado por progresistas y ultraconservadores no significó jamás que le gustase navegar en aguas tibias. Francisco fue un radical, pero radical en la afirmación valiente del perdón, de la compasión y de la misericordia como método. Radical en el redescubrimiento de una forma de vida realmente evangélica y no mundana.
¡Cómo se conmovía con los misioneros y misioneras que viven insertos entre los más pobres! ¡Cómo apreciaba los compromisos que arriesgados que exploran las periferias geográficas o existenciales! Una vez, me dijo a este respecto, que lo verdadero, lo que es de Dios, nace del pueblo, de la entraña de la Iglesia, de la última frontera. Lo que nace de las puras ideas, por perfecto que sea, no tiene vida y termina muriendo.
El Papa no era un irracionalista postmoderno. ¡Amaba la doctrina, pero rechazaba el fácil intelectualismo burgués! ¡Amaba estar cerca de Dios en la oración, y simultáneamente, amaba estar cerca de su pueblo en el que reconocía un verdadero lugar teológico! Insistía a tiempo y a destiempo sobre la necesidad de ser hombres y mujeres de oración, de compasión, de “pensamiento incompleto”, capaces de aprender y dejarse sorprender por la verdad del mundo y de Dios.
Estuve presente junto al altar en el momento en que se celebró la misa exequial presidida por el Cardenal Re. También luego, en el domingo de la “misericordia”, acompañando al Cardenal Parolin. En ambos casos más de 200 mil personas estuvieron presentes. Doy gracias a Dios que el pueblo real, reconoce con este gesto de afecto, a un hombre providencial, que nos colocó en la ruta de una mayor y mejor asimilación del Concilio Vaticano II.
Mi querido Papa Francisco, con el corazón arrugado y lleno de lágrimas, doy gracias por tu vida y por tu paternidad que me rescató de la oscuridad. Doy gracias, porque has sido para muchos, la gran ocasión para encontrar en medio de los avatares de nuestro maltrecho mundo, un camino de reencuentro y de liberación auténtica. Un camino hacia la fe verdadera. Te has ido al cielo, pero te quedas muy dentro. Amén.
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