Estamos ya en la cuarta semana de Cuaresma y no puede haber mejor forma de comenzarla que con la Parábola del hijo pródigo que escuchamos en el Evangelio del domingo.

Es una de mis parábolas favoritas, pero he de confesarles que este año removió fibras muy profundas de mi corazón, probablemente porque he vivido situaciones personales y familiares en las que he tenido que trabajar arduamente en el perdón y la reconciliación.

Parece que, aunque yo tenía planeado trabajar otras áreas de mi vida durante esta Cuaresma, Dios me hizo ver que necesito seguir aprendiendo a pedir perdón, pero también aprender a darlo.

Frecuentemente, durante nuestro día a día las relaciones con los más cercanos, con aquellos que más amamos suelen verse lastimadas por malos entendidos, por el cansancio, la rutina, las preocupaciones, la prisa que envuelve nuestras vidas, y así como el hijo menor decidió dejar su hogar y dejó claro que no quería una vida donde estuviera su padre, nosotros podemos decidir también apartarnos de aquellos que amamos y pareciera más fácil tomar lo que nos corresponde y salir a un lugar lejano para construir una vida sin ellos.

El hijo pródigo comprendió, después de haber pasado hambre, soledad, pobreza, de estar cubierto de suciedad que su lugar estaba en casa de su padre, donde tenía comida y sustento, pero sobre todo, donde podía experimentar el saberse amado por alguien y decidió regresar ya no como hijo sino como esclavo. ¿Cuántas veces no hemos sido ese hijo que decide regresar a casa arrepentido por los errores cometidos, quizá con vergüenza de lo que hemos hecho, con el temor de si seremos recibidos de nuevo?

Y es ahí donde encontramos el ejemplo del Padre bueno que esperaba cada día el regreso de su hijo, pues donde está el corazón del hijo, ahí está el corazón del padre, y si el hijo está en un camino alejado, el padre está en camino buscándolo para traerlo de nuevo a casa. El padre vio al hijo antes de que el hijo lo viera a él y sale presuroso a su encuentro, lo mira con compasión, le recuerda que no es esclavo sino hijo y que no hay alegría más grande que haber encontrado lo que estaba perdido.

Durante nuestra vida se nos presentan situaciones en las que somos ese hijo pródigo deseoso de regresar a casa pidiendo perdón por los errores cometidos, pero también se nos invita a ser ese padre compasivo que sale al encuentro de su hijo para recordarle la dignidad tan grande que tiene y la alegría de tenerlo de vuelta en casa, y qué mejor forma de enseñar a nuestros hijos el valor del perdón y de la compasión que poniéndolo en práctica en nuestras vidas.

Ellos aprenden cuando nosotros reconocemos nuestras caídas y errores, y nos acercamos a pedir perdón, pero ojalá que también se sientan siempre amados y seguros de que, a pesar de haberse alejado, equivocado, “ensuciado” tienen un hogar en el que los esperan sus padres con ojos llenos de compasión.

Los invito en estas últimas semanas de Cuaresma a reflexionar en la forma en que perdonamos y nos acercamos a pedir perdón para celebrar con alegría el gozo de la Pascua en la que Jesús nos brindó la oportunidad, por medio de su muerte y resurrección, de regresar a la casa del Padre que nos espera siempre con los brazos abiertos.

Raquel Zermeño Ferrer

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