Una persona me mostraba su inquietud por saber qué sucede a nivel espiritual con los enfermos de Alzheimer, esa enfermedad progresiva que comienza con la pérdida de la memoria y que puede llevar a quienes la padecen hasta la incapacidad de mantener una conversación y responder al ambiente que los rodea.

Duele ver que uno de nuestros seres queridos empieza a perder los rasgos de su personalidad que tanto hemos amado, como son su simpatía, servicio, buen humor, amabilidad, conocimientos, diálogo y muchos otros que la hacen ser una persona única en el mundo. Podemos, incluso, llegar a creer que ya no se trata de la misma persona y que es otro ser diferente; “ya no es él”, suelen decir los familiares. Lo viví personalmente con mi padre y mi abuelo quienes, en los últimos meses de sus vidas, aunque no tuvieron Alzheimer, se vieron afectados por cierta demencia senil.

Encontrar personas disminuidas seriamente sus facultades físicas y mentales debe inspirarnos, como cristianos, un profundo respeto por la obra de Dios en ellas. Mientras que para el mundo superficial la persona únicamente vale por su productividad o belleza, los cristianos que saben ver más allá de las apariencias, descubren en los enfermos terminales a hijos amadísimos de Dios con quienes el Señor quiere compartir su misma vida divina. Sus vidas son un bien precioso a las cuales el amor del Padre les da sentido y valor.

Dios les concedió el don de la vida que se fue desarrollando desde sus etapas inconscientes, cuando eran embriones y bebés, hasta llegar al punto culminante de madurez de todas sus facultades físicas y mentales. Con los años el cuerpo y el cerebro se fueron desgastando y sus facultades, decreciendo, hasta el punto de volver a necesitar ayuda de otras personas para hacerlo todo. Es como si la Providencia de Dios los preparara para regresar a las fuentes de la vida, de donde un día vinieron al mundo.

La persona humana es un ser físico y espiritual al mismo tiempo. Cuando aparece una enfermedad que afecta al cerebro, la parte espiritual de la persona, es decir, su inteligencia, puede verse afectada para expresarse. Sabemos que el cerebro y la inteligencia no se identifican, no son la misma cosa. El espíritu es superior a la materia y no puede provenir de ella.

Por ser inmaterial y por ser capaz de producir pensamientos abstractos, la inteligencia o el alma espiritual del hombre es superior a su cerebro, aunque actúa en colaboración con éste. Si el cerebro enferma por un proceso natural o por un fuerte golpe, la persona sigue siendo la misma, –el alma espiritual continúa manteniendo vivas las funciones del cuerpo– aunque no pueda desplegar sus facultades mentales.

Maximiliano Tresoldi, joven italiano de 21 años de un pueblo cercano a Milán, sufrió un accidente automovilístico que le causó graves daños cerebrales y lo mantuvo en estado de coma, haciéndolo vivir una vida solamente vegetativa, durante diez años. Hasta que el 28 de diciembre del 2000 se despertó para ponerse a rezar y abrazar a su mamá. Durante esos años el muchacho estuvo siempre ahí, en esas profundidades insondables del yo, sin que su cerebro le permitiera expresarse e interactuar a nivel consciente. Hasta que un día el chico volvió a la conciencia. Dios es el único que sostiene la vida humana, la da y la quita, según sus designios tan llenos de misterio.

Llegará el día, quizás, en que a nosotros nos lleven a donde no queramos, nos extiendan los brazos y nos vistan, según las palabras de Jesús a Pedro (Jn 21,18). El tiempo habrá hecho su desgaste y entraremos a formar parte de ese grupo de ciegos, cojos, leprosos, sordos o tullidos que necesitarán silla de ruedas y oxígeno complementario. En esas circunstancias nuestra vida conservará todo su valor, y en esa existencia disminuida también habremos de alegrarnos porque para esas personas vino el Mesías.

Dios se interesa por los tullidos de cuerpo y de mente, custodia celosamente sus vidas y a ellos –pobres de Dios– les anuncia la Buena Nueva. Mantengamos la fe firme en Jesucristo y cuando veamos nuestras vidas parecer abandonadas en la oscuridad de la noche, sepamos que Él vela amorosamente junto a nosotros. Así esperaremos expectantes el día que se anuncia y que no tendrá fin.

Los artículos de opinión son responsabilidad de sus autores y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

Artículo publicado originalmente en el blog del P. Eduardo Hayen

Pbro. Eduardo Hayen Cuarón

Ordenado sacerdote para la Diócesis de Ciudad Juárez, México, el 8 de diciembre de 2000, tiene una licenciatura en Ciencias de la Comunicación (ITESM 1986). Estudió teología en Roma en la Universidad Pontificia Regina Apostolorum y en el Instituto Juan Pablo II para Estudios del Matrimonio y la Familia. Actualmente es párroco de la Catedral de Ciudad Juárez, pertenece a los Caballeros de Colón y dirige el periódico www.presencia.digital

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