Son tiempos de pandemia. El abrazo está prohibido. Tocarse también lo está. Menos aún se permiten los besos. ¡Distánciate de todos! Los demás son tus enemigos, puesto que pueden contagiarte.
¿Acaso no sabías que los otros son siempre un peligro? Pues bien, ahora lo sabes: son tus enemigos. La pandemia lo ha puesto en claro. Cuídate, pues, de todos. A lo más, si es que te empeñas, puedes enviarles un mensaje, pero sólo a través de tu teléfono. Ahí están los emoticones para que les expreses tus sentimientos. Si pones una carita triste, es que estás triste, y si de la carita sale un corazón es que estás mandando un beso.
¿Lo ves? Es muy sencillo. ¿Para qué quieres más? Pues bien, no hay más. El tiempo de los abrazos ya pasó, quizá ya haya pasado para siempre. Tal vez nunca más volvamos a abrazarnos, a menos, claro está, que para nosotros el amor valga más que la vida.
Si yo fuera un conspiracionista –y a veces lo soy, aunque no siempre ni en todo-, pensaría que alguien ha querido jugarnos una mala pasada; que alguien nos quiere aislados por la sencilla y vieja razón de que la unión hace la fuerza y que dos pueden más que uno.
“Ahora te prohíben pisar las calles, pararte a hablar con tu vecino, pasear por las playas de mares azules, ir al monte a coger setas, tumbarte sobre la hierba fresca, respirar profundamente y sentir el calor del sol en tu cara mientras cierras los ojos y permites que te envuelva una cálida sensación de libertad. ¿Libertad? Divino tesoro. Todo lo que suena a libertad se prohíbe en nombre de la vida…”.
Así escribió recientemente la periodista española Cristina Martín Jiménez en un libro suyo titulado La verdad de la pandemia. Quién ha sido y por qué. ¿Un libro conspiracionista? Hay quien se apresura a llamarlo así, aunque antes sería preciso leerlo y refutar uno a uno sus argumentos, cosa que no hacen los que lo arrojan de inmediato a la basura. Y, por otra parte, en algunas cosas sí que soy un cospiracionista: sé que el mal está siempre conspirando contra el bien, como sé, igualmente, que hubo alguien, una vez, que quiso tentar a Jesús en el desierto.
“De repente nos dimos cuenta de que lo más valioso que teníamos nos lo estaban arrebatando: las reuniones con amigos y familiares, nuestro trabajo, nuestro sustento… El negocio que Eva acaba de abrir con los ahorros que tanto le costó reunir se va al garete, e incluso la boda de Maru y la comunión de Victoria se cancelan. Juan ni siquiera pudo ir al funeral de su padre y a Marta le impidieron despedirse de su abuela. Pero, ¿quién está causando tanto dolor?”
Y yo, mientras recorro las páginas de este libro para saber quién ha sido y por qué, pienso que en un mundo sin abrazos no vale la pena vivir. Jesús tocaba. Tocaba a los leprosos, a los enfermos: él conocía el poder del tacto. Pero ahora resulta que no podemos tocar, ni abrazar, y que nuestros besos están cargados de veneno.
Echo de menos el mundo anterior a la pandemia, y no me resigno a pensar que tengamos que vivir en adelante como en una ciudad sitiada, con ruidos de alarmas y toques de queda. Apenas se ha puesto en circulación una vacuna y ya hay, por lo menos hoy, cuatro nuevas mutaciones del virus, lo que hace pensar que las cosas se prolongarán mucho más de lo que se dice. “Nos van administrando el confinamiento en una suerte de fases: así contienen nuestra rebeldía”. Me decía hace poco una afligida mujer:
-Hace once meses que no veo a mi madre, desde que empezó todo. Es verdad que le hablo todos los días por teléfono, pero no es lo mismo.
-¿Y por qué no va a verla? –le pregunté.
-¡Porque me da miedo contagiarla!
-Vaya a verla. Estoy seguro de que su presencia hará muy feliz a su mamá. Además, si su madre tuviera que irse hoy mismo por la noche o mañana al amanecer, ¿qué le habría gustado hacer antes de verla partir?
-¡Oh, me hubiera gustado mucho estar más tiempo a su lado!
-Pues entonces esté a su lado lo más que pueda. Tenga usted por seguro que, a su edad, para su mamá el amor de los suyos vale más que la vida.
¿Fue un mal consejo, lo que se dice un consejo temerario? No lo creí entonces, y no creo ahora que lo fuese.
Escribió Leo Buscaglia (1924-1998) en el primero de sus libros, Love, publicado en el lejano año de 1972:
“Hemos perdido la capacidad de ser espontáneos. Vivimos pendientes de horarios y normas rígidas. Nos hemos olvidado de reír y de oír una buena carcajada. Se nos enseña que una joven sofisticada no debe reírse en voy muy alta, sino hacerlo suavemente. ¿Quién lo dijo? ¿Emily Post? ¡Está loca!…
“Yo apoyo la vieja costumbre de tocar a las personas. Mi mano siempre se extiende, porque cuando toco a una persona sé que está viva. Necesitamos esa afirmación. Los existencialistas sostienen que todos pensamos que somos invisibles y que algunas veces nos suicidamos para reafirmar el hecho de que realmente estábamos vivos. Bien, yo no deseo hacerlo. Existen modos mejores y menos drásticos de hacerlo.
Si alguien nos abraza, sabemos que estamos allí, pues de lo contrario esa persona pasaría de largo. Yo abrazo a todo el mundo; si se acercan a mí, es probable que lo haga y es seguro que los tocaré… No debemos sentir temor de tocar, sentir o demostrar nuestras emociones. No hay nada más fácil que ser como realmente se es y sentir como realmente se siente. Lo difícil, por el contario, es ser como los demás desean que seamos”.
Sin embargo, esto ya no es posible. No es posible ni siquiera ser ya uno mismo. ¿Se nos permitirá volver a serlo algún día, alguna vez? “Pero ¿quién está causando tanto dolor?”.
El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.
Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
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