Cuando un autor, por ponerse a tono con los tiempos, empieza a hablar de “la Suprema Energía” o de “la Armonía Infinita” para no tener que pronunciar el nombre de Dios, yo inmediatamente cierro su libro y lo tiro por el balcón.

Hace poco tuve entre mis manos una obra, de un supuesta espiritualidad cristiana, en cuyo prólogo podía leerse: “Lector, sea lo que sea en lo que creas: en el Gran Todo o en la Gran Nada…”. Lo dejé de leer en el acto, porque ¿alguien podría explicarme qué es el Gran Todo y la Gran Nada?

En otro libro leí también: “¡Pídele al Universo!”. ¡Pero si el Universo no oye ni habla! ¿Para qué voy a perder mi tiempo hablándole si el Universo es lo más indiferente que pueda haber? ¡Hablar con el Universo sería como ponerme a conversar con las piedras, y hablar con la Energía como querer entablar un diálogo afectuoso con el foco de mi cocina!

Cuando yo era niño y mi padre me hablaba de Dios, yo me imaginaba a un señor de largas barbas blancas mirándome desde el cielo. Y cuando le rezaba, yo sabía que era escuchado. Era una representación de Dios bastante infantil. Sí lo era, pero no se equivocaba en lo esencial: en concebir a Dios como una Persona que oye, ama, escucha y habla.

Cuando Dios se reveló a Moisés, lo hizo valiéndose de un pronombre personal: Yo. “Yo soy el Dios de tu padres” (Éxodo 3,6). Y la energía, por infinita que sea, ¿cómo podría decir lo mismo? ¿Puede acaso el Todo decir ‘Yo’? ¿Puede, por lo menos, decir algo? Jamás un Dios entendido como “Pura Fuerza” podrá escuchar palabras como éstas: “Ahora, pues, anda; te envío a Faraón para que saques a mi pueblo de Egipto” (Éxodo 3, 10). El Dios vivo, el Dios bíblico da, pero también pide; salva, pero también llama. En cambio, la “Suprema Energía” nada pide, y para la gente es mejor así.

Hace poco escuchaba lo que decía por la radio una mujer: “¡Alégrense! Hoy inicia el año chino de los sapos. ¿No es fenomenal?”. A mí no me pareció fenomenal, yo no sé qué tienen los sapos que ver conmigo. Pero confirmó mis sospechas: los hombres de hoy quieren alguien que los favorezca, los proteja, pero que no pueda pedirles nunca nada.

Dios habla y, en determinadas circunstancias, pide algunas cosas que no nos gustaría realizar… ¡Ah, cómo sufrió Moisés por haberse detenido ante aquella zarza que ardía sin consumirse! Pero se detuvo, lleno de curiosidad, y hete aquí que Dios le pidió que fuera a decirle unas cuantas cosas nada menos que a Faraón. ¡Dios mío, y con lo tartamudo y tímido que era!

Los autores posmodernos sienten la necesidad de Dios, pero no pueden permitir que Dios se entrometa en sus vidas, y mucho menos que se las complique. Entonces no saben qué hacer. O mejor dicho, sí que lo saben: negar que Dios pueda ser una Persona.

Los que hablan de Dios valiéndose de nombres que lo despersonalizan, reconocen su existencia para no pasar por ateos con almas desnaturalizadas, pero cuidándose mucho de cortar toda posible comunicación con Él, y de este modo se libran astutamente de tener que lidiar con sus mandamientos, el primero de los cuales dice: “Amarás al Señor tu Dios”. No dice: “Reconocerás su existencia”, sino “Amarás”, cosa ésta que no se puede hacer con el Todo, ni con la Nada,  ni con la Energía, sino sólo con una Persona que nos puede pedir después nueve cosas más…

 

*Los artículos de la sección de opinión son responsabilidad de sus autores.

 

P. Juan Jesús Priego

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