En El último día, uno de sus relatos cortos, Vicki Baum (1888-1960), la otrora popularísima novelista austríaca, cuenta la historia de un tenor llamado Hannes Rassiem que, a los cuarenta y cinco años de edad –es decir, en la flor de la vida-, había perdido la voz. Nadie, en mucho tiempo, había cantado como él, y nadie, tampoco, había cosechado en el lapso de unos pocos años tal cantidad de aplausos y ovaciones. Al verlo representar el papel de Tristán la gente, al final de la ejecución, se ponía de pie y se secaba las lágrimas que la emoción les había hecho brotar. ¡Qué artista más talentoso era Hannes Rassiem! Y, sin embargo, un día ya no pudo cantar más. ¿Qué había sucedido con su voz?
Todos los días por la mañana, al leer el periódico, sus ojos se dirigían invariablemente a la sección de espectáculos para leer los nuevos elogios con que los críticos satisfacían las desmedidas exigencias de su ego, y de pronto… De pronto, nada. Los elogios cesaron, y de un día al siguiente ya no se habló de él, y si se habló fue para deplorar su decadencia y advertir al público que nada tenía ya que esperar de este pobre hombre que, en vez de cantar, graznaba como un cuervo viejo.
¿Qué iba a hacer Hannes Rassiem ahora que ya nadie se acordaba de él ni lo contrataba para los papeles más secundarios y modestos? Lo único que sabía hacer en la vida era cantar, y ahora resultaba que hasta esto le salía mal. ¡Qué tragedia, qué calamidad!
En varias ocasiones, presa de la más honda desesperación, intentó suicidarse, aunque optó, finalmente, por darse una última oportunidad a sí mismo y buscar pequeños teatros de provincia en el que pudieran ofrecerle algo, lo que fuera, con tal de no morirse de hambre y de pena. Así, un día se dirigió a la pequeña ciudad de Neuenburg, pidió una entrevista con los directivos teatrales de la localidad que andaban en ese momento a la busca de un tenor y cantó para ellos con el fin de demostrarles que aún podía dar mucho de sí y que los periodistas habían sido injustos al decir de él en sus crónicas y reportajes que era ya un hombre acabado. Se dijo Hannes Rassiem poco antes de la audición:
“Quisiera estar en condiciones de recomenzar por completo, arrojar el lastre y rehacer enteramente mi vida. ¿Para qué sirven el renombre y la gloria? Pero mi voz no tiene edad. ¡Pido tan sólo que se me permita hacerla oír!”. Y también: “La única causante de mi desdicha es la prensa, con sus informaciones sensacionales acerca de la pérdida de mi voz, y luego el fracaso de mi gira por América. Pero que se me permita cantar Tristán y escucharéis, amigos, lo que no habéis escuchado jamás. ¡Qué! ¿Hannes Rassiem ha perdido su voz y es un incapaz al que nadie quiere contratar? Pues bien, Hannes Rassiem va a cantar para vosotros y os asombrará. ¡Os garantizo que ha de asombraros!”.
Pero no los asombró. Por más que se empeñó en ello, lo único que pudo conseguir fue que los directivos del teatro movieran tristemente la cabeza y le dieran las gracias por haberlo intentado. En realidad, había cantado tan mal que el director de la orquesta tuvo que gritar:
“-¡Que se detenga! ¡Qué tortura! ¡Que cese, por el amor de Dios!”.
Por demás está decir que en aquel momento Hannes Rassiem quiso morirse ahora sí de veras.
Un anciano que estaba allí presente leyó los pensamientos del hasta hacía poco afamado tenor y lo invitó a su casa para tomarse un café y platicar con él. ¡Quién sabe de lo que sería capaz esta gloria fracasada si lo dejaban irse de Neuenburg así como así! Algo había que hacer, sin duda, por este hombre atormentado. Lo tomó pues del brazo y lo condujo hasta su hogar, donde lo hizo sentarse cómodamente en un sillón mientras Eva, la hija del anciano, preparaba en la cocina para los dos una infusión que olía a limón y a flores silvestres. Mientras la mujer servía la bebida, Hannes Rassiem dijo en alta voz:
“-Ansío cantar”.
Y entonces allí, en la sala, donde nadie podía escucharlo más que el viejo y su hija, se produjo un milagro. “Hannes Rassiem cantó, y porque cantaba sin ninguna preocupación, sin falsas serias razones, porque ninguna persona importante –ni administrador, ni director, ni ningún calificado representante de la Ópera- lo escuchaba, el destino le permitió esta pequeña burla: hizo que Hannes Rassiem cantara de un modo maravilloso, incomparable. Cantó con calidez y dicha. ¡Era tan fácil! El canto se desplegaba sin tropiezos en la semioscura habitación, ninguna visión de enemigos minaba su voz… ¡Poco importaba el modo como cantaba! ¡Y así lo hizo admirablemente!”.
Hannes Rassiem, porque no buscaba ya agradar, sino simplemente cantar, lo hizo como no lo había hecho desde hacía ya muchísimo tiempo. ¡Qué voz!, ¡qué ejecución incomparable!
Y yo cierro el libro de Vicki Baum pensando que en esto está el secreto de la vida: en hacer las cosas por el puro placer de hacerlas y sin preocuparnos de nada más. ¿Quieres ser gracioso? No intentes serlo, por favor, pues acabarás siendo la persona más fastidiosa y antipática que nadie haya visto nunca. ¿Quieres escribir? Hazlo, pero con libertad y sin preocuparte de lo que vayan a pensar de ti los críticos y tus posibles lectores: pensar en ellos te paraliza; escribe pensando que lo haces únicamente para Dios y para ti mismo. ¿Quieres ser amado? No busques serlo; ama tú, y entonces algún día tal vez seas correspondido.
Hannes Rassiem vivía preocupado por agradar al público y acabó perdiendo la voz, es decir, dejándose avasallar por él. La recuperó sólo cuando se puso a cantar como los pájaros cantan en las ramas de los árboles, que no esperan otra cosa ni ansían nada más que entonar su melodía con sus pequeños picos apuntando hacia el cielo.
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