Voy a revelarle un secreto, señor. ¡Oh, por favor, no ponga usted esa cara de misterio! En realidad, tal vez ni siquiera se trate de un secreto, sino de una de esas cosas que la humanidad conoce y practica desde tiempos inmemoriales. Esto que voy a decirle tal vez lo hayan descubierto otros antes que yo, y quizá hasta se encuentre ya debidamente consignado en algún libro de sociología o de otra ciencia por el estilo. En todo caso, juro a usted que no lo he leído en ninguna parte y que se trata, por decirlo así, de un descubrimiento que he hecho por mí mismo y sin la ayuda de nadie.

He aquí brevemente enunciado el principio del que hablo: “Entre dos personas socialmente importantes, juzgamos más importante al que nos trata mejor”. Perdone que haya recurrido al uso de las comillas, pero de alguna manera tenía que enfatizar la novedad de mi descubrimiento.

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Y ahora, si me lo permite usted, vayamos al terreno práctico, es decir, a los hechos y a los ejemplos. Supongamos que los señores M. y N. son igualmente importantes y que ambos poseen, por alguna razón, idénticos cargos. Supongamos que los dos son, por ejemplo, obispos de la Iglesia o senadores de nuestra República.

Pero, ¿me sigue usted, señor? Supongamos, pues, que se trata de dos obispos. Uno de ellos, el primero, nos dispensa un trato glacial, distante y hasta cierto punto indiferente; para decirlo ya, apenas nos saluda, y cuando le preguntamos algo a duras penas nos responde. Ahora bien, si este fuera el caso, ¿qué sentiríamos al vernos tratados de ese modo? Experimentaríamos, o dígame usted si no, una cierta desazón, y hasta es probable que nos arrepintiéramos por haber tenido la osadía de acercarnos a él. El corazón nos late fuerte en el pecho y nos sentimos ultrajados. Poseídos de tales sentimientos, nos alejamos encogidos, cual si en el fondo quisiéramos desaparecer.

Pero he aquí que apenas hemos caminado unos pasos cuando se nos pone enfrente el segundo personaje que, en nuestro caso, para simplificar el discurso, es también un obispo. Por no dejar, lo saludamos, aunque sin mucho entusiasmo, pues la experiencia anterior nos enseñó que no debemos andar por la vida saludando a gente que nada quiere saber de nosotros. Mas, ¡oh sorpresa!, éste, por el contrario, nos recibe cordialmente, esbozando una sonrisa y palmeándonos el hombro. Parece que le hemos interesado o, en todo caso, que no le hemos sido indiferentes. ¡Qué bien! Este hombre ha reconocido nuestra dignidad y por eso nos sentimos con él profundamente agradecidos. ¿Cómo es que hasta nos ha preguntado cómo nos llamamos, en qué trabajamos y qué clase de comida preferimos?

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-Así que Juan –dice repitiendo el nombre que acabamos de decirle-. Muchos grandes hombres se llamaron como usted. Imagino que estará usted orgulloso del nombre que lleva. Juan significa “Dios salva”. ¿Lo sabía?

En realidad, ya lo sabíamos, pero no importa. Nos gusta que este personaje nos haga plática y nos arrulle con la suave música de su voz. ¿Qué importa si lo que nos dice son ya cosas sabidas por repetidas?

Pero supongamos, señor, que el tiempo pasa y que, llegado el momento, debemos emitir en público un juicio acerca de estos dos hombres tan distintos. ¿Qué diremos entonces? Del primero nada bueno, y hasta es posible que nos mostremos hostiles con respecto a él diciendo que no nos explicamos cómo es que haya podido llegar a hacerse con cargo tan importante. Al segundo, en cambio, le desearemos que llegue a Papa si es obispo, o a presidente si es senador. Y si me permite usted proseguir con los ejemplos, permítame citarle uno tomándolo de una página evangélica que seguramente no le será desconocida.

Una vez, Jesús se encontró por ahí a un hombre llamado Felipe y le dijo: “Sígueme”. Felipe lo siguió. Y cuando éste, más tarde, se topó en el camino con un amigo suyo llamado Natanael, le dijo como quien comunica una gran noticia: “¡Hemos encontrado al mesías! Es Jesús, el hijo de José, el de Nazaret”.

Natanael se resiste a creer y se limita a citar un dicho muy popular en aquellos contornos: “Pero, ¿puede acaso salir algo bueno de Nazaret?”. Le dijo Felipe: “Ven y lo verás”.

Ahora bien, viendo Jesús que Natanael se le acercaba, le dijo a modo de bienvenida:
“-¡He aquí a un israelita de verdad!”.

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Por supuesto que Natanael debió de sentirse profundamente halagado, pues ¿quién no va a desear que lo traten tan cortésmente? Con todo, preguntó:

-¿De qué me conoces?

Jesús le respondió:

-Antes de que te llamara Felipe, te vi debajo de la higuera.

Respondió entonces Natanael:

-Maestro, tú eres el hijo de Dios, tú eres el rey de Israel (Cf. Juan 1, 43-49).

Cuando era yo más joven, señor, no encontraba la razón de por qué Natanael reaccionó de este modo y dijo al Señor cosas tan subidas. Si apenas acababa de conocer a Jesús, ¿no era desproporcionado llamarlo rey de Israel? Pero ahora lo comprendo. Natanael se había sentido objeto de un gran interés por parte de Jesús, y al decirle éste: “Te vi debajo de la higuera”, sencillamente lo desarmó, si puedo expresarme así.

¿Lo ve usted, señor? Hay gente en este mundo que se cree importante y trata a los demás con frialdad y displicencia, pero la verdad es que las cosas funcionan exactamente al revés: los demás sólo son importantes para nosotros cuando son capaces de demostrarnos que también lo somos para ellos.

El P. Juan Jesús Priego es vocero de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.

Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.

P. Juan Jesús Priego

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