Imagine, señor, que tiene un amigo muy querido y que, cuando éste más lo necesita, usted se esconde, desapareciendo de su vista; él suda sangre, necesita un poco de compañía -un corazón latiendo cerca del suyo-, pero no obtiene más que traiciones, negaciones y lejanía.

Leer: Que el Infinitamente Grande nos libre de lo infinitamente pequeño

Él hubiera esperado que sus amigos, en trance tan difícil, estuviesen a su lado; pero todos se marcharon de uno en uno, y él tuvo que depender, al final, de lo que pudieron ofrecerle los extraños. ¡Ah, amigo mío, no fue Pedro quien le ayudó a cargar la cruz, sino un hombre llamado Simón, que venía del campo! Y, por lo demás, la noche anterior tuvo que bajar un ángel del cielo para consolarlo, pues los suyos –quiero decir, sus amigos y discípulos- estaban lejos y además roncaban.

Ya sabe usted a quién me refiero, ¿no es así? Judas lo traicionó dándole un beso, y Pedro, uno de sus más íntimos, lo negó tres veces. Y, a este respecto, ¿sabe usted lo que escribió en cierta ocasión San Agustín (354-430), refiriéndose a los apóstoles? Escuche usted: «Hasta la pasión de Cristo fueron débiles, y en ella más aún, puesto que tres veces le negó San Pedro, y gracias a que no siguieron preguntándole, pues de lo contrario habrían continuado hasta el día de hoy las negaciones» (Sermón 135, 7).

Pero no es de esto, estimado señor, de lo que quiero hablarle, sino de lo que siguió a su pasión y a su muerte. Tres horas duró su agonía y tres días su sueño en el seno de la tierra. Y, de pronto…

Cuando los discípulos lo vieron resucitado no podían creerlo, y se restregaban los ojos en gesto evidente de estupor. ¡Ahora comprendían, por fin, el verdadero sentido de las Escrituras!

Pero no adelantemos vísperas, como suele decirse. ¿Usted piensa que lo que sintieron sus amigos, amigas y discípulos al verlo de pie otra vez fue alegría? ¡No, señor! ¡De ninguna manera fue así! No fue alegría, sino miedo lo que sintieron; su primera reacción, para decirlo ya, no fue brincar de gozo, sino retroceder espantados. Y si no me cree usted, señor, tome los evangelios y lea. ¿O prefiere que sea yo quien lo haga por usted? He aquí los textos a que me refiero:

«Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dijo: “La paz esté con ustedes”. Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu. Pero él les dijo: “¿Por qué se turban y por qué se suscitan dudas en su interior? Miren mis manos y mis pies; soy yo mismo. Pálpenme y vean que un espíritu no tiene carne y huesos como ven que tengo yo”. Y diciendo esto, les mostró las manos y los pies» (Lucas 24, 36-40). ¿Lo ve usted, amigo mío? Los discípulos más retroceden que brincan, y más temen que se alegran. En todo caso, la alegría vendrá después. Por si mi afirmación no le convenciera, ¿me dejará usted apelar todavía a otro texto? «Pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron perfumes para ir a embalsamarle. Y muy de madrugada, el primer día de la semana, a la salida del sol, van al sepulcro. Se decían unas a otras: “¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro?”. Y levantando los ojos ven que la piedra estaba ya retirada; y eso que era muy grande. Y entrando en el sepulcro vieron a un joven sentado en el lado derecho, vestido con una túnica blanca, y se asustaron. Pero él les dice: “No se asusten. ¿Buscan a Jesús de Nazaret, el crucificado? No está aquí. Resucitó”» (Marcos 16, 1-6).

¿Lo ve usted, amigo? Antes que la alegría fue el pánico. Pero si persiste usted en su incredulidad, puede leer también el evangelio de Mateo, donde encontrará el siguiente relato: «Pasado el sábado, al alborear el primer día de la semana, María Magdalena y la otra María fueron al sepulcro. De pronto se produjo un gran terremoto, pues el ángel del Señor bajó del cielo y, acercándose, hizo rodar la piedra y se sentó encima de ella. Su aspecto era como el relámpago y su vestido blanco como la nieve. Los guardias, atemorizados, se pusieron a temblar y quedaron como muertos. El ángel se dirigió a las mujeres y les dijo: “Vosotras no temáis”» (Mateo 28, 1-5). Porque, por demás está decirlo, éstas tenían miedo y temblaban.

¿Y nunca se ha preguntado usted, señor, lo que pueda significar todo esto? Yo lo he pensado muchas veces y, modestamente, he podido llegar a la siguiente conclusión: que el gran mensaje de Cristo resucitado es que ya no debemos tener miedo. Él murió y resucitó para librarnos de la muerte, sí, pero también de nuestros miedos, esos tenebrosos sentimientos que nos impiden vivir. De esta manera, si no me equivoco, vivir la Pascua significa dejar de temblar y comenzar a alegrarse. ¡Es una vida nueva!

Si usted tiembla aún por algunas cosas, pídale al Señor resucitado la gracia de pasar de temor al amor, y del amor a la alegría. Si esto fue lo que hizo él con sus discípulos, no veo por qué no pueda hacerlo con usted, señor, ya que se confiesa cristiano. ¿No es usted también uno de los suyos, según me ha dicho hace un momento? Por designios misteriosos de la Providencia, ha nacido usted dos mil años después de los acontecimientos que aquí han quedado señalados, pero eso no quita que sea un discípulo con la misma dignidad, derechos y deberes que los primeros discípulos de la historia cristiana.

Miedo a la muerte, a la soledad, a la enfermedad; miedo a no gustar o a que nada nos guste; miedo a los aviones o a las patinetas; miedo a los rinocerontes o a las lagartijas, a los virus o a los antivirus. ¡Ah, son tantos nuestros temores! Pero pida usted, señor, y se le dará. Pida al Señor que lo libre de sus miedos. Si lo hace usted con perseverancia, seguramente lo obtendrá. Y ahora, adiós, amigo mío; o, en todo caso, hasta la próxima. ¡Felices pascuas de resurrección!

P. Juan Jesús Priego

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