La mejor biografía de Agustín de Iturbide que he leído es, sin duda, la de Jaime del Arenal Fenochio (Planeta, 2004). He aquí lo que dice, en resumen, de este “nombre impronunciable”: Consumó rápida, concertada y de manera pacífica la independencia de México. Convocó a la unidad de todos sus habitantes, sin distinción de su origen racial, ideó un plan político para garantizar la creación de un nuevo y enorme imperio de casi cinco millones de kilómetros cuadrados (desde el norte de California hasta Panamá, desde Texas hasta el istmo centroamericano, dueño de inmensas costas en el océano Pacífico, el golfo de México y el Caribe).
¿Cuál fue su error y por qué ha sido expulsado de la historia oficial mexicana, él que “hizo de la unidad el camino de la felicidad de los mexicanos”. Asumirse como emperador (constitucional, por cierto), abdicar del poder para evitar otra guerra civil, exiliarse, volver al país con engaños y ser fusilado en Padilla (Tamaulipas) bajo el mote de “traidor a la Patria” que le impusieron sus enemigos para quedarse con el poder de una nación trastabillante.
En la última carta de Iturbide a Ana Huarte, su mujer describe su amor a México, a sus hijos y a ella. Le deja como única herencia su reloj y su Rosario. Quizá por esto último los “liberales” lo aventaron al basurero de la historia. Y siguen en lo mismo.
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