Para muchos padres de familia, llevar a nuestros hijos a la escuela se puede resumir en una sagrada rutina que se cumple de manera automática: inscribirlos, comprarles sus útiles (que a veces ni usan ni se acaban), tener sus uniformes limpios, prepararles el lunch, darles para “gastar” en el recreo, recogerlos, supervisar que hagan la tarea y firmarles los permisos para la salida al museo, entre otros menesteres. Y así, se nos va la vida, sumidos en la abnegación de trabajar para una buena formación y para que no les falte nada, incluso, trabajando tiempo extra “para que tengan lo que yo no tuve”.
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Inmersos en esa rutina, ¿estamos educando? Desde luego, porque los hábitos se van forjando en el día a día. Nuestros hijos nos observan, nos escuchan, incluso, juzgan nuestra coherencia. La educación se va dando, antes que nada, con nuestras actitudes como adultos; es allí donde marcamos la forma de responder ante los retos y estímulos que se van presentando, mientras tanto, los críos siguen observando, aprehendiendo (con “h”, porque lo hacen suyo) y vamos influyendo en sus vidas.
A lo largo de la historia, cuatro mediadores han tenido la función formativa de la sociedad: Estado, Iglesia, Escuela y Familia. El pilar de la educación, por ser la primera, es la familia. Es allí donde se aprende a decir: ‘gracias’, ‘con permiso’ y ‘por favor’; desarrollamos las habilidades para relacionarnos con los demás y, sobre todo, los adultos responsables de las nuevas generaciones son referencia clave para aprender a mirar el mundo, para enseñarles a discernir lo bueno, lo bello y lo verdadero; para aceptar al otro, al diferente, al necesitado. Todo ello depende de nosotros, responsables de una educación que les forje para toda su vida y sean motores de esperanza para la sociedad.
Por otra parte, está la escuela, donde los niños y niñas también aprenden a mirar el mundo, las formas de describirlo desde los distintos ámbitos de la ciencia y las humanidades; es allí donde se ponen en práctica los valores adquiridos en la familia; cada uno de los estudiantes contrasta su experiencia de vida con la de los demás, la comparte y enriquece.
Es por ello que una escuela, más allá de ser un proveedor, una guardería o un centro de entretenimiento o de concentración, es una comunidad educativa que integra a las familias enteras, teniendo como eje el desarrollo de las habilidades y conocimientos para que los niños puedan desenvolverse integralmente, estén donde estén.
Es por ello que la dinámica de relación entre las familias y la escuela no se reduce a la simple entrega de calificaciones o al festival del 10 de mayo, sino a una constante, fluida, oportuna y respetuosa colaboración para favorecer la educación de los niños y adolescentes.
Lo anterior se acentúa cuando el colegio es católico. Un reduccionismo muy frecuente es pensar que las religiosas o los sacerdotes del colegio van a educar en la fe a nuestros hijos. Un colegio católico realmente es una comunidad educativa católica; es allí donde la responsabilidad de vivir los valores del Evangelio entre todos los adultos del colegio es clave para que el mensaje sea creíble, y por lo tanto, asimilable desde los sentidos de los alumnos.
Como padres de familia debemos saber a dónde queremos llevar a nuestros hijos desde la educación, que inicia en el hogar. Sabernos facultados y guiados por el Señor para esta gran misión, en sintonía con los profesores, formamos una red de ‘Queridos Educadores’ como nos llama el Papa Francisco, a todos los que estamos incidiendo en las nuevas generaciones para construir la paz desde el encuentro y el diálogo, porque es posible un mundo mejor.
*Abraham Flores es Director de PPC México/Escuela Católica SM
Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
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