«Hay demasiados elegidos. Demasiadas santas. Hubiera sido necesario que Dios me quisiera sólo a mí», dice Régine en Todos los hombres son mortales, la novela de Simone de Beauvoir (1908-1986).
Sólo a mí. Régine se niega a amar a un Dios que ame también a los otros. Quiere un Dios para ella sola, un Dios que piense sólo en ella, que sólo tenga ojos para ella. Por eso decide conquistar a Raymond Fosca, el señor de Carmona, hacerse amar por él cueste lo que cueste, pues él es el único hombre en el mundo que ha bebido el elíxir de la vida y que ahora es inmortal…
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Se dice Régine a sí misma, mordiéndose los labios de satisfacción: «Se acordará de mí siempre… Dentro de diez mil años se acordará todavía de mí… Me llevará en su memoria por los siglos de los siglos».
«-Te olvidará –le advierte uno de sus amigos.
»-Dice que tiene una memoria implacable –responde Régine, obstinada.
»-Entonces quedarás clavada de un alfilerazo en sus recuerdos, como una mariposa en una colección. Créeme, es mejor ser amada por un mortal que sólo te ame a ti».
Régine sabe que va a morir cuando menos lo piense –es decir, cuando menos lo quiera-, pero cree que si logra hacerse amar por Raymond Fosca vivirá eternamente en su memoria: habitará en los recuerdos de un semidiós. El Inmortal (con mayúscula) no reúne para ella todos los requisitos: Él ama a todos. La solución es encontrar a alguien que sea de su exclusiva propiedad y que al mismo tiempo viva para siempre. Este alguien es Raymond Fosca. Él sí que le interesa.
¿Qué clase de monstruo es Régine? ¡Un Dios para ella sola! ¡Como si fuese el centro del universo, el ombligo del mundo! Al leer Todos los hombres son mortales, uno se exaspera ante las pretensiones desmedidas de este ser insignificante. Y, sin embargo, de alguna manera, en cierta medida, todos somos Régine, pues todos queremos ser para los otros, para el Otro, lo absoluto. ¿Qué son los celos, por ejemplo, si no el deseo de que el tú, es decir, la persona amada, no tenga ojos, sentimientos, corazón y tiempo más que para el yo que los siente?
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«En lo íntimo de todo hombre existe siempre la angustia de estar solo en el mundo, de haber sido olvidado por Dios en este enorme gobierno de millones y millones», escribió Sören Kierkegaard en una de las páginas de su Diario. Se trata, a fin de cuentas, de la misma angustia de Régine: ¿y si Dios, por ocuparse de los otros seis mil millones que andan por ahí en el universo pateando latas, acabara olvidándose de mí?
Con todo, Régine se equivocaba. Es cierto que Dios ama la humanidad; es cierto que ama a todos los hombres, pero esto es sólo una manera de decir, una abstracción, un recurso para simplificar el discurso. Decimos que ama a todos para ahorrarnos los nombres de los seis mil millones, de la misma manera que decimos 2310 para evitar tener que repetir 2310 veces el número 1. En realidad, Dios ama a la humanidad no en cuanto que ama a todos, sino en cuanto que ama a cada uno. Cada uno tiene la obligación de sentirse exclusivamente amado por Él.
«En el Credo profesamos que Dios por nosotros y por nuestra salvación bajó del cielo –escribió Katerina Lachmanova en uno de sus libros-. Esta profesión, sin embargo, tendría poca importancia si la percibimos siempre en plural, si comprendemos al individuo nada más que como un número en el vasto plan salvífico de Dios. Cuando el Credo dice por nosotros, lo hace porque esto es válido en primer lugar para cada ser humano individualmente: tal es el valor de cada ser humano a los ojos de Dios. Tal es el valor concedido a cada uno de ellos por el amor de Dios, que les llamó a existir personalmente y que nunca cesa de atraerlos hacia sí».
Para explicar este misterio del amor personal de Dios, el cardenal Nicolás de Cusa (1401-1464) utilizó el ejemplo de una técnica muy de moda entre los pintores del Renacimiento. Dicha técnica consistía en hacer que los ojos de los rostros pintados miraran fijamente al espectador dondequiera que éste se encontrara: si caminaba a la derecha, hacia allá miraban los ojos, y si a la izquierda, la mirada iba con él; si dos espectadores se movían en direcciones opuestas, cada uno podía sentirse particularmente seguido por aquellas pupilas brillantes como soles. Pues bien, así es como hay que entender el amor de Dios, explicó Nicolás de Cusa: Él mira a todos, pero en realidad no hace más que mirar a cada uno. ¡Admirable pedagogía!
«Yo quisiera que cada cosa me perteneciera como si no amara más que a ella en el mundo», vuelve a decir Régine. Pues bien, había Alguien que la amaba precisamente de ese modo. ¡Había un Dios que sólo tenía ojos para Régine, y ella no lo sabía! ¡Hay un Dios que sólo tiene ojos para cada uno de sus hijos, y sus hijos no lo saben, o a menudo lo olvidan! ¿Cómo hacer para experimentar el amor particular de esta mirada? Lo sugiere el ejemplo del famoso cardenal: caminando en su presencia, buscando su rostro. Pues así como sólo mirando el cuadro mientras camina se da uno cuenta de que hay dos ojos que nos siguen, así sólo el que busca el rostro de Dios está en grado de descubrir la particularidad sorprendente de su amor.
«El sol no deja de ver una rosa como si fuera la única por el hecho de ver otras mil flores. Así Dios amando infinidad de almas derrama su amor en cada una como si sólo a ella amara. La fuerza de amor no disminuye por la multitud de rayos que esparce, sino que permanece entera en su inmensidad». ¿Y quién dijo estas palabras verdaderas? Nada menos que San Francisco de Sales (1567-1622) a comienzos del siglo XVII. Y que levante la mano el que pueda expresarlo mejor.
*El autor es sacerdote de la Arquidiócesis de San Luis Potosí, licenciado en Ciencias de la Comunicación y Periodismo por la Universidad Pontificia Salesiana de Roma, y autor de diversos libros, entre ellos “El amor, la muerte y el tiempo” y “Elogio de la Inteligencia Cristiana”.
Los textos de nuestra sección de opinión son responsabilidad del autor y no necesariamente representan el punto de vista de Desde la fe.
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